El primer punto de Colombia en un Mundial*

Antes de que existieran Valderrama, Higuita, Asprilla y Rincón, Colombia sólo había asistido a una Copa Mundo de Fútbol. Fue en el campeonato de Chile 1962. Capitaneados por Efraín ‘Caimán’ Sánchez, los suramericanos lograron un hito que alimentó la leyenda del balompié en ese país: empatarle 4-4 (con gol olímpico incluido) a la poderosa URSS, de Lev Yashin. Sánchez fue el portero de ese equipo y hoy, de 85 años, al cumplirse medio siglo del partido, rememora en presente el juego que significó el primer punto de Colombia en un Mundial.

Lento. Muy lento fue el trayecto entre el hotel El Morro y el campo. El autobús que llevó a los jugadores de Colombia al estadio, para disputar el partido contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS), se demoró más de lo acostumbrado.

Efraín Sanchéz, el portero y capitán de Colombia, no recuerda cuánto. “Fue más de lo habíamos hecho en el partido anterior contra Uruguay”, dice el exfutbolista, al que un periodista argentino le apodó el ‘Caimán’, cuando llegó a jugar en 1948 para el San Lorenzo de Almagro.

Lento. Muy lento fue el recorrido, porque ese domingo 3 de junio de 1962, además de los coches que transitaban por la Avenida 18 de septiembre, en su ruta desde el centro de Arica hasta el estadio Carlos Dittborn Pinto, la calle estaba atestada de aficionados que no dejaban de gritar vivas para animar a esa selección que había llegado desde la otra punta de Suramérica.

Los “¡vamos Colombia!” ya no les eran extraños en ese lugar del Chile, pues el equipo los había escuchado tan pronto llegaron a la que entonces era la capital de la provincia de Tarapacá (hoy hace parte de la XV Región), en el norte del país austral, para disputar la que sería la primera participación del amarillo, azul y rojo en un Campeonato Mundial de Fútbol, que entonces vestía de camiseta azul y pantalón blanco.

“Debido a eso, los tres kilómetros que separan al estadio del centro se nos hicieron eternos. Tardamos más que cuando jugamos contra Uruguay, cuatro días antes, en un partido que perdimos 2-1”, rememora Sánchez, que también integró, entre otros equipos, al América, Cali y Millonarios.

En días normales el trayecto desde El Morro al estadio se hacía en cinco minutos pero esa tarde a Colombia, cuando el equipo iba de camino para el encuentro contra la URSS, le tomó casi media hora. Algunos jugadores hablan hasta de más tiempo. Casi el mismo de otro partido. Quizás por eso comenzaron el juego algo dormidos.

Dentro del autobús, Sánchez no pensaba en otra cosa sino en la gente. Sí así estaban allí, ¿cómo serían las cosas en Colombia? Pero antes de encontrar respuesta a esa pregunta, ante él apareció el estadio que le había costado al gobierno chileno 400.000 dólares. Lo habían construido para el Mundial y fue estrenado en abril de 1962. El nombre que le dieron fue un homenaje al presidente de la Conmebol y del Comité Organizador de la Copa Mundo en ese país, que murió un mes antes del partido inaugural. Juego en el que los locales vencieron a Suiza 3-1, el 30 de mayo. El mismo día que Colombia perdió, según las crónicas de los diarios, “injustamente” contra los charrúas.

Tan pronto descendieron los jugadores del autobús y entraron por el corredor, de camino al vestuario, el capitán colombiano sintió que su cuerpo le picaba. Los rusos ya corrían y calentaban en una cancha anexa. Habían llegado cuarenta y cinco minutos antes. Los nervios se hacían presentes porque el equipo soviético era uno de los favoritos para ganar el torneo. Además venía de ganar en su debut a Yugoslavia 2-0 y enfrente estaría uno de sus ídolos del momento, Lev Yashin, el que era considerado, por la crítica de entonces, “el mejor portero del mundo”. Así el partido se convertiría en un duelo, como en el viejo oeste de las películas del western spaghetti. Un duelo del ‘Caimán’ contra la ‘Araña negra’.

*(Para seguir leyendo haz clic aquí, en DONJUAN (# 62, marzo, 2012)

El invierno de Paul Auster

Foto de Carles Mercader

A primera vista Paul Benjamín Auster da la impresión de ser un dibujo de Matt Groening. Ojos saltones, dos entradas sobre la cabeza que dejan ver más de su amplia frente, pelo hacia atrás, cejas arqueadas, nariz prominente, boca lineal y mentón con algo de sombra de barba lo hacen ver como si fuera otro habitante más del Springfield de Los Simpson.

El cuerpo alto, que muestra una incipiente barriga, más del trazo de Groening, viste hoy un pantalón negro, chaqueta y camisa del mismo color. Como accesorio, una bufanda vino tinto contrasta el tono oscuro de sus ropas. La tela cuelga de su cuello y protege del frío y del viento al escritor estadounidense (New Jersey, 1947), mientras los fotógrafos lo siguen con sus cámaras por el patio del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona  (CCCB) hasta subir al mirador del edificio, en el quinto piso, desde donde se ven los tejados del antiguo barrio chino de la ciudad y el revoloteo de las palomas que pareciera que apuntan al cagar.

Con más de 30 obras publicadas, una variopinta suma de novelas, ensayos, poesía, cuentos y relatos, el ganador de, entre otros premios, el Príncipe de Asturias de las Letras 2006, y cientos de miles de libros vendidos en todo el mundo, es recibido y tratado como una estrella del rock. Hasta las gafas oscuras de piloto, que ocultan su mirada, lo hacen ver de esa forma. “Disculpen que no se las quite, su religión y la resaca así se lo impiden”, acota medio en serio-medio en broma su editor, Jorge Herralde.

Y pensándolo bien, Auster bien podría considerársele como un viejo roquero. No de guitarras o bajos, pero sí de teclear máquinas de escribir –no tiene computador–, que comenzó en el oficio cuando tenía 12 años. No es un rockstar de los que descabeza murciélagos con su boca, pero sí un escritor que hace lo mismo pero con la vida, a través de las obras que crea en sus historias. No es un músico, pero sí compone partituras mediante su literatura que se leen como novelas, relatos, guiones de películas, cuentos y hasta poesía. Aunque ésta últimamente la limite sólo para su familia y ocasiones que comparta con ellos en su vivienda del barrio Park Slope en New Jersey.

En una sola palabra, Auster es un artista en todo el sentido de la misma. Nadie mejor que él para definirlo. “Personas como yo, vivimos atormentados por lo que vemos y cómo no lo entendemos, ahí es cuando surge la enfermedad. Y la única manera de afrontar esa enfermedad es desahogándonos en el alguna forma de arte. Pero hay que tener claro que la escritura no sirve para curar heridas, acaso para tratar de comprenderlas”. Y eso precisamente es lo que trata de hacer en su más reciente libro, Diario de invierno.

Es de mañana en la capital de Cataluña. En el barrio el Raval las sombras se inclinan sobre sus dueños, gracias a un tibio sol. El frío gélido de hace unos días, que puso los termómetros debajo del cero y que nos hizo tiritar en la calle, como si estuviéramos confinado por Stalin en Siberia, se ha ido, pero a la ciudad ha llegado Auster para recordarnos que todavía es invierno afuera de nuestras casas. Para decirnos que aún hace frío afuera de nuestras vidas. Sí, porque adentro nuestro está el calor con lo que vivimos y creemos es lo correcto, pero afuera es invierno. Hace frío.

(Para seguir leyendo haz clic aquí, en Gaceta (El País, 11 de marzo, 2012)