“Ponle Di Stéfano”

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Hace unos meses, creo que fue en diciembre, mi padre, desde Palmira, a través del teléfono, me dijo: “Ponle Di Stéfano a tu hijo”. Al terminar la conversación, el móvil dio señal de que la llamada había finalizado. Por unos minutos, quedé absorto en esta Barcelona, cavilando en esa posibilidad: Di Stéfano. ¿Por qué no?

Y es que desde que tengo memoria, ese apellido ha sido mencionado por mi padre como sinónimo de fútbol. Huelga decir que de cada cinco conversaciones que tengo con él, cuatro son acerca de este deporte. Repartidas así: tres de y sobre Alfredo por una de Millonarios. La otra, la quinta, se confunde entre temas varios que van desde cómo va la vida de un servidor en Barcelona hasta los más recientes acontecimientos del resto de la familia en Palmira.

Por ese Alfredo, él se hizo hincha de Millonarios de Bogotá. El “Ballet azul” del “cinco y baile” lo conquistó para siempre. Cada vez que me habla de ese equipo, integrado entonces, además de Alfredo, por Pedernera, Cozzi, Rossi, Báez, Zuluaga y Pini, entre otros, sus ojos brillan. Él vuelve a la niñez.

Por eso, días antes de que un servidor (yo) fuera padre (mi hijo nació en enero), Pini me llamó. Sí, él mismo se cambió su nombre de pila, Ramiro, por el Pini que se pedía ser de niño, a fuerza de la costumbre, cuando jugaba a la pelota, en cualquier descampando o potrero de Palmira. No entiendo porqué escogió Pini y no Di Stéfano. Quizás de ahí, queriendo corregir esa errata, el espontáneo “Ponle Di Stéfano…”.

“Ponle Di Stéfano”, dijo a través de la línea telefónica que une dos continentes: América y Europa. El mismo camino que hizo Alfredo cuando fue traspasado del Millonarios de Bogotá al Real Madrid de España. Pini lo siguió y con Alfredo se hizo hincha del equipo blanco.

Recuerdo que, hace seis años, cuando le dije que, junto con mi esposa, nos veníamos de Colombia a vivir a España, sus ojos brillaron de felicidad. Elucubro que su mirada de alegría no fue tanto por nosotros y el futuro que se nos abría, sino porque íbamos a estar cerca de Alfredo.

Cuando le dije que el lugar de destino era Barcelona, 600 kilómetros distanciada de Madrid, noté algo de decepción. Sentimiento que cambió con el pasar de los días y las llamadas. Recuerdo que en cada una de ellas, antes de preguntar por cosas nuestras en Barcelona o contarme de las suyas en Palmira, siempre ha comenzado la conversación preguntando por Alfredo. Como si el futbolista argentino viviera en nuestro mismo barrio, Guinardó. Y escribo futbolista, porque si de algo me ha convencido mi padre, es que el prefijo ex es muy corto para ponérselo y calificar así a alguien tan grande.

Una o dos semanas atrás, Alfredo murió en Madrid. Tenía 88 años. Él, que nunca disputó un Mundial de Fútbol, falleció en medio del torneo de la FIFA en Brasil. No había partidos ese día. Desde entonces, Pini no ha vuelto a llamar. Es como si con Alfredo el fútbol también hubiese muerto. Y con su silencio guardase un luto respetuoso y riguroso.

En unas semanas lo visitaré en Palmira. Le presentaré a su nieto de seis meses. Y con el mismo silencio que guarda él a la memoria del fútbol, que es lo mismo que decir a la memoria de Alfredo, le entregaré la edición de MARCA con el suplemento especial sobre la muerte de Alfredo. Seguro que sus ojos volverán a tener ese brillo de la niñez cuando observe la tapa del diario deportivo y vea que, como homenaje, ese periódico decidió bajar su cabecera a la mitad de la página, para poner a Alfredo por encima de todo. Ellos, a su manera, siguieron su consejo: “Ponle Di Stéfano”.

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La emboscada

Colombia cayó en la emboscada que Brasil le planteó en Fortaleza. De entrada, se sabía que iba a ser así. Toda la previa, Luis Felipe Scolari y los medios brasileños vendieron el partido de cuartos de final del Mundial como un espectáculo de buen fútbol a los ojos de los aficionados. Pero era solo eso. Populismo. Porque desde que Brasil perdió con Italia en el Mundial de 1982, el ‘jogo bonito’ no es propiedad ni práctica ni característica principal de los ‘verdeamarelhos’.

Se sabía eso. Pero Colombia cayó como un novato en el primer día de la universidad en la emboscada tendida por técnico y jugadores canarinhos. James, Cuadrado y los demás esperaban un juego abierto y de mucha calidad en ambos equipos. Estaban preparados para ello. Pero no fue así, Brasil salió hacer su trabajo. Más por miedo que por técnica y llevó a la Colombia de Pékerman a lo que más quería Scolari, la lucha cuerpo a cuerpo. Como el boxeador que es más fuerza y que, al verse limitado, busca llevar a su contrario a fajarse en el uno contra otro, olvidándose de la técnica.

Eso fue el duelo entre Brasil y Colombia. Un juego en el que primo más lo físico que la habilidad. De ahí que el primero haya perdido a Neymar. De ahí que en el segundo, James se tirara al piso a quitar un balón y cediera la falta para el gol de David Luiz.

Por los choques y ‘tackles’ pareció por momentos más un partido de fútbol americano entre los Rams y los 49ers. Cuando Colombia se quito el casco y el uniforme de los 49ers, al que la había llevado los Rams; perdón, Brasil, fue otra cosa. Ya cuando entró de nuevo en el juego, ese que le llevó a ganar contra Grecia, Costa de Marfil, Japón y Uruguay, era tarde. Brasil le ganaba 2-1. Con un primer gol que solo se lo hacen a un equipo de principiantes. Tiro de esquina al primer palo, la peina un futbolista para que entre otro, solo, al segundo palo y remate. Vale hasta con la rodilla.

Pero la Selección se recompuso y arrinconó a Brasil contra las cuerdas. James lideró el espíritu de remontada y anotó de penal. Con el cuchillo entre los dientes, los brasileños reventaban balones a cualquier parte del estadio. Queda la idea de que Colombia desperdició el primer tiempo y cuando pudo, el reloj no le alcanzó. Brasil, muy corto de juego, pero intenso, pasó. Colombia, temerosa al principio, arriesgada al final, llora. No por la derrota. Sino porque al final entendió que jugando a la pelota, como siempre lo hizo en este Mundial, le pudo haber ganado al pentacampeón. Y luego dicen que la historia no pesa. Pesa hasta para ser emboscados.