La historia detrás de ‘Los porqués de Joaquim’

*Prólogo de Los porqués de Joaquim
(Editorial Puntos Supensivos, 2020) 

Llevar de la mano. De eso va este libro de viñetas. Llevar de la mano a un niño que descubre el mundo a su alrededor y lo resume en una pregunta: ¿Por qué? Un pregunta que son muchas. Cientos. Todos los días. Un pregunta que se multiplica y se convierte en miles de porqués.

Un aviso. Una calle. Una sombra. Un objeto. Una acción. Todo sirve de disparador para que el pequeño active su necesidad de saber. De enterarse de cuánto ve, oye, prueba, huele y siente.

Llevar de la mano la paternidad. De eso también trata este cómic. Ese gran mito de la crianza. Qué es la paternidad sino disfrutar de un hijo o hija mientras, padre y madre, a manera de metáfora de la vida, caminan con él por cualquier lugar, al ritmo de las preguntas del pequeño.

Ese, quizás, sea el momento ideal de tu pasar por este mundo para hacerte también, como madre o padre, preguntas que no te habías hecho nunca o que, por tiempo, no habías podido contestar antes. Sin necesidad de Google ni otro buscador en la red que te dé respuestas. Sin necesidad de ser enciclopedias de dos piernas. Encontrando respuestas, paso a paso, caminando.

Llevar de la mano una idea que se convierte en libro. De eso también va esta edición que usted tiene en sus manos. Siempre había querido hacer un cómic. Dejar que las viñetas hablarán por mí. Ante mi imposibilidad con el dibujo, desde tiempo atrás ya lo había hablado con una amiga cercana: Mariana Valencia Sayín, diseñadora e ilustradora. Ya había hablado con ella, entre café y café, para que sus manos, sus trazos y su arte le dieran forma a mis palabras.

¿Qué cómo nace este libro? Recuerdo bien el momento epifánico. Fue después de una de esas extensas y densas jornadas de cinco horas en el Aula 5 del Centro de Innovación para la Formación Profesional de L’Hospitalet (CIFO), con la pausa medida para un café corto. Allí, un servidor tomaba el curso de Asistencia editorial. Para aprobar había que presentar un proyecto de un posible libro.

Una noche, ya en casa, estaba leyéndole a mi hijo, Joaquim, una adaptación gráfica sobre la vida de Vincent Van Gogh, hecha por la artista holandesa Barbara Stock (publicada por Salamandra). Acostados en su cama y viendo por encima del libro, Joaquim descubrió que yo tenía calcetines distintos en cada pie, a lo que no dudó en preguntarme el porqué de tal hecho. “Porque en la diferencia está la igualdad”, contesté sin pensar. En ese instante, me di cuenta que tenía la idea y el título del cómic: Los porqués de Joaquim. Sólo quedaba ilustrarlo. Llevarlo de la mano al papel, otra forma de ser padre. Otra forma de ejercer la paternidad.

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Wílmar Cabrera 
Barrio El Guinardó
Barcelona
2020 

¿Por qué escribí una novela de fútbol?

Nací en 1970. De cada cien personas -dicen los entendidos-, veinticinco tienen la fortuna de nacer en un año de Campeonato Mundial de Fútbol. A mí me toco México 1970. Recuerdo que hacía mucho calor en Palmira. Y no es que tenga buena memoria, lo que sucede es que en mi ciudad natal, situada en el occidente de Colombia, siempre hace calor. Solo en las noches frías después de tormenta, el termómetro baja hasta los muy agradecidos 30 grados. Esa noche hay que acostarse con sábana doble, porque sino, no se puede dormir con tanto frío.

Como decía, nací en 1970, año del tercer título mundial de Brasil en México. Con Pelé liderando un equipo en el que aparecían Jairzinho, Clodoaldo, Gerson, Tostao o Rivelino. ¿Y frente a qué selección jugó Brasil la final? Contra Italia, la misma Italia que había disputado una semifinal épica días antes contra Alemania. La Italia de Riva, Rivera, Boninsegna y Enzo Bearzot, como asistente del entrenador Ferruccio Valcareggi.

Sin embargo, mi primer recuerdo de niño, más por insistencia de mi padre que de mi propia memoria, es un partido que para él no ha terminado jamás. Aquí, con vuestro permiso, hago un inciso y digo que todo hincha del fútbol tiene un juego que siempre se está disputando en su cabeza. Por ejemplo, si se encuentran un alemán y un inglés en un recóndito lugar del mundo, antes de saludarse o decir cualquier cosa sobre el clima, el alemán le dirá que no fue gol el tanto de Geoffrey Hurst, en la final de Wembley, en el Mundial de 1966. A lo que el inglés responderá con ironía que fue pitado por el árbitro y si el árbitro lo vio así; él, como creyente en las leyes del campo de juego, no pondrá en duda su fe en el fútbol. Así muchos partidos ya finalizados por los árbitros se siguen disputando en millones de realidades paralelas. ¿Debería decir: cabezas paralelas? ¿Debería escribir: bares paralelos?

El partido de mi padre y, por natural sucesión, heredado a este servidor, fue un Millonarios-San Lorenzo, en 1973. Semifinal de la Copa Libertadores. Estadio Nemésio Camacho ‘El Campín’ de Bogotá. Millonarios necesitaba una victoria para pasar a la final de la versión sudamericana de la Champions League. Corría el segundo tiempo y el marcador seguía con empate a cero. Entonces, Julio ‘El Chueco’ Gómez hizo efectivo un castigo de tiro libre indirecto frente al área argentina. El delantero centro azul, Apolinar Paniagua, se lanzó en espectacular palomita y con su cabeza desvió el balón, sin que el portero Agustín Irusta pudiera evitar el gol. 1-0, a favor de Millonarios. 1-0, a favor de los albiazules. Pero luego pasó lo que ha llevado a mi padre a despertarse, con fiebre alta, en la mitad de las frías noches palmiranas. El referí de ese partido, el brasileño Sebatiao Rufino, presionado por los gauchos, anuló el tanto. Argumentó que no hubo cabezazo del paraguayo Paniagua y por lo tanto no hubo el doble toque que todo libre indirecto exige. Pero para colmo total, Rufino no válido otro gol de Delio ‘Maravilla’ Gamboa. Las cosas estaban claras, Millonarios no pasaría a disputar por ningún motivo la final de la Copa. Rufino salió en una ambulancia del estadio, escoltado por un fuerte operativo policial. Como anécdota, no está demás decir, que en esa década, y gracias a las pegatinas fijadas en los autobuses del servicio público de Bogotá, que decían “No dañe las sillas”, ¡no sea Rufino!, el apellido del árbitro pasó a ser sinónimo de rufián o ladrón en la capital colombiana. ¡No sea Rufino!, decía todo el mundo.

Años después, quizás 1976 o 1977, el recuerdo que tengo es ir en la parrilla de la vieja bicicleta Philips, de mi padre, mientras él pedaleaba por las carreteras de Palmira, entre sembrados de caña de azúcar. Lo acompañaba a ver sus partidos de fútbol, como jugador, en el Atlético Cascajal, y como técnico, en el Deportes Eder. Luego, al regresar a casa tenía que narrarles el partido a cuatro hermanos y a mamá. Para no aburrirme, les contaba un juego distinto a cada uno. Con hazañas y jugadas que no habían pasado en el campo, pero que me entretenían más a mí que al oyente de turno. En este momento, debo decir, que a mi padre lo acompañé a sus encuentros hasta que su pelo se puso blanco. Pero toda la magia se rompió un día. Todavía no existían los metrosexuales o, por lo menos, la palabra. Pini, que es como le llaman él en Palmira, porque se apropió del apellido de Raúl Pini, aquel defensa uruguayo en el Millonarios de Di Stéfano, Cozzi, Rossi y Pedernera, se pintó el pelo de negro, para rebajarse años. Con tan mala suerte, que la lluvia de esa tarde lavó los años de mentira que el tinte le daban a su pelo. Si el Atlético Cascajal tuviera museo como el F.C. Barcelona, la camiseta blanca con la inmensa mancha negra, que le daba la vuelta entera a la tela, debería estar exhibida en las vitrinas del club como prueba fehaciente de la tarde en que su jugador número 4 compró un tinte de mala calidad.

En las postrimerías de 1978 celebramos en Palmira, a 600 kilómetros de Bogotá, donde se jugaba el partido, la tan ansiada estrella once. El décimo primer título del equipo en el campeonato colombiano. Lo escuchamos en un radio transistor en la ciudad de las noches frías con 30 grados. Millonarios venció a su rival de patio, Santa Fe, 3-1 y los dos fuimos felices. Esa noche yo soñé con los goles de Willington Ortiz, Juan José Irigoyen y Jaime Morón. Y Pini no se despertó gritando: ¡No seas tan Rufino!

Aquel año, asistí, claro está, por televisión a mi primer Mundial. Fue en Argentina. Al no estar Colombia, con el sentido común de alguien que tiene 7 años, me declaré italiano en el exilio y apoye a la selección azzurra de Rossi y Bettega. Fuimos cuartos, detrás de la Argentina, de Kempes, Bertoni, Pasarella y Fillol; la Holanda, de Rensenbrick, Krol, Rep y Neeskens; y el Brasil de Leao, Zico, Cerezo y Roberto Dinamita. Ese fue el campeonato de los papelitos. Una gran fiesta. Luego, de grande y con más conciencia, relacioné esos papelitos con la voz de un pueblo que pedía libertad. Cada papelito reclamaba justicia por cada desaparición forzada hecha por los militares de la Junta que presidía el país de la bandera celeste y blanca.

Sobre ese mismo Mundial, hoy me hago una pregunta: ¿no es tiempo de que se cuente lo que verdaderamente pasó en el partido Argentina-Perú, jugado en Rosario y que los locales ganaron por 6-0, anotando justo los goles que necesitaban para pasar a la siguiente ronda… Videla de por medio, ¿no es tiempo ya de que se cuente lo que pasó esa noche en una novela, como ficción, para saber la verdad? En fin…

A esta altura de este relato y ya entrados en confianza, puedo hacer una confesión: la primera vez que visité un burdel o puticlub fue por el fútbol. Tenía entre 10 y 11 años. Me habían escogido como uno de los dieciséis futbolistas que representarían a la escuela primaria Jorge Eliécer Gaitán en el campeonato estudiantil en la ciudad del frío de 30 grados. Ya había abandonado la suplencia del arco, porque el titular fue retirado a decisión de su mamá por suspender casi todas las materias del curso. Entonces fui al burdel, pero no fui a estrenarme en esas artes a razón de festejar mi nueva titularidad o como lo hacen los futbolistas de siempre, a celebrar la victoria o asumir la derrota entre las carnes de una chica lista para la fiesta o para el consuelo, no. Fui a hacerle los deberes de matemáticas y de lenguaje a James, el hijo de la madame del lugar, que a cambio me entregó, a manera de pago, un buzo de arquero de color rojo con ribetes negros y mangas largas. Un jersey de algodón que combinaba muy bien con el pantalón de chándal blanco, que me había prestado Dávalos y las medias blancas con los botines negros de Avivas -una marca colombiana muy original-, que Pini me había regalado la última Navidad. Con esa vestimenta, que luego me copiaría Thomas N’Kono, lo digo por vestir de pantalón de chándal hasta en el verano, salimos campeones contra los chicos del Seminario. Ganamos 2-1 y mi mejor amigo de la escuela primaria, Leonardo Dávalos, me terminó regalando el pantalón blanco de sudadera.

Cuatro años después, 1982, en otra cita mundialista aquí, en una España que quería dar la vuelta de página a la época de Franco, olvidarse de golpes y golpistas, y abrirse al mundo definitivamente, el fútbol aterrizó con 24 selecciones. Desde Palmira, y otra vez frente al televisor Sharp 20 pulgadas, cumplí la cita. De nuevo Colombia no estaba entre los finalistas, así que me aferré a mi pasado italiano, de cuatro años, y el tifossi que hay en mí dio un paso al frente. Ese verano, Italia quedó campeón y este servidor fue más feliz que el presidente Sandro Pertini que, en el palco, rompió el protocolo y gritó los goles en la final a los demás presidentes y líderes mundiales, Rey incluido.

Y si el presidente italiano, Sandro Pertini fue feliz y saltaba con el título de su selección, este servidor lo fue más cuando una tarde, después de su trabajo, Pini apareció en casa y antes de sentarnos a comer, me susurró, para que mamá no se enterará: “Tengo a Zico, lo he conseguido”. Y no es que hubiera contratado al futbolista brasileño para jugar en el Atlético Cascajal. Había conseguido el cromo con el que completábamos el Álbum Panini de ese torneo. La fiesta fue redonda.

Pero esa vez, permítanme que os cuente, paso otra cosa aún más importante. O, por lo menos, para mí. Fue la primera vez que escribí algo con ganas de ser publicado. Para ese entonces tendría 10 años y después del ver el partido inaugural disputado en el Camp Nou, juego que ganó 1-0 la Bélgica de Jean Marie Pffaf, Eric Gerets, Ludo Coek y Jan Ceulemans, contra la Argentina de Fillol, Pasarella, Maradona y Kempes; después de ver ese juego, un instinto me hizo caminar hasta el armario en el que mi hermano mayor guardaba su vieja Olivetti Lettera 32. La bajé como pude, metí una hoja en blanco y escribí: dos o tres líneas, a manera de entrada, que hacían referencia a la derrota del entonces campeón mundial. Fue la primera ve que redacté algo, que quería contar a través del papel. ¿A quién? No sé. Quizás a mí mismo. A ese lector que todos llevamos dentro.

Los años siguientes fueron otra cosa. Llegué a la adolescencia y descubrí que en el mundo, a pesar de tener forma de pelota, todo no era esto: también existían las mujeres. Así que el fútbol paso a segundo plano. Luego, por Luis Herrera, una especie de Federico Bahamontes colombiano, Fabio Parra, nuestro Luis Ocaña, y José Patrocinio Jiménez, que sería como el ‘Tarangú’ Fuente, me doy cuenta de que existe el ciclismo, el Tour de Francia, el Giro de Italia y la Vuelta a España. El fútbol pasa a tercer plano.

Los años oscuros de la adolescencia terminaron con la clasificación de Colombia para el Mundial de 1990 en Italia. Esa vez tendría dos selecciones: la que dirigía Pacho Maturana con Higuita, Rincón, Redín, Valderrama e Iguarán y la azzurra de Azeglio Vicini, que solo alcanzó a ocupar el tercer puesto. A Colombia la eliminó Camerún en la segunda ronda. Pero la emoción fue máxima cuando nuestra selección empató antes, en la fase de grupos, en el último minuto con Alemania, al final, el país campeón. Ya no teníamos el Sharp 20 pulgadas, que fue reemplazado por un National Panasonic 16 pulgadas. En la pantalla de esa televisión quedo la huella de ese partido. Recuerdo haberlo visto solo. Caí en la más honda depresión cuando el minuto 89, Pierre Littbarski anoto el gol de Alemania. Era injusto. Colombia había hecho las cosas bien y el empate era lo más lógico. Pero tres minutos después sucedió lo inesperado. Álvarez recupera una pelota en campo colombiano, se la entrega al Bendito Fajardo. Éste, más bendito que nunca, le pasa la bola adelante a Valderrama, que da una vuelta y se la toca a un lado a Rincón, que se la cede a Fajardo, que la para y se la entrega a Valderrama. Con tres alemanes a su alrededor, el Pibe ve como ya corre Rincón por la banda derecha. Mientras esto pasa en el campo, este servidor se va levantando del sillón y poco a poco avanza hasta el televisor. Rincón da una, dos tres zancadas y anota el gol por entre las piernas de Bodo Illgner. El número 19 de Colombia salió a celebrar a una esquina del campo en la que todos los suplentes se le echaron encima. En ese momento, me olvidé que estaba en Palmira y me trasladé a Milán. Yo también era un jugador suplente y como tal quería subir a lo más alto de esa pirámide humana, pero con la boca abierta, gritando el gol, choque de frente contra la pantalla que dividía dos mundos: el real y el virtual. Un diente, el incisivo central, se despuntó con el golpe y el dolor me regresó a mi natural Palmira.

Después vino la época de la Universidad. ¿A qué otra carrera que no fuera periodismo podía presentarme? Quería escribir en un periódico y sentir el diario qué hacer de una redacción. Pero no quería ser periodista deportivo, porque éstos trabajan los domingos. Antes de que eso llegara, con Víctor Manuel Mejía, fundamos un fanzine con cara de revista: El Gusano, cuyo lema decía: “La única revista que no tiene eslogan”. Y con otros colegas de la carrera fundamos el Cerveza Fútbol Club, un equipo que quedó campeón en el campeonato interclases de 1995. Terminé la carrera con una tesis de grado titulada Contracultura y medios no masivos: la historia de El Gusano. Se la dediqué a mis padres… y a Hugo, el dueño del bar del frente en la universidad, seguida de la frase del filósofo argentino J.J. Sebreli que dice: “me declaro un autodidacta, lo único que recuerdo de la universidad es el bar de enfrente.”

En 1996 leí en El Tiempo la noticia de la muerte de un tal Osvaldo Soriano. Leí la carta que el muerto, aún en vida, le escribió a un tal Eduardo Galeano y en ella le recuerda un paseo por el Carrefour, en donde quedaba la cancha de San Lorenzo, en Buenos Aires, con el Nene Sanfilippo, otrora delantero de ese equipo, que le revivió un gol con una de las cajeras del supermercado como portero. “Quiero más de Soriano”, me dije y compré sus siete novelas. Me encerré a leer a Soriano. Entonces, quería ser como él. Pero no tan gordo.

En 1999, trabajo en el canal Citytv, en el noticiero, y para evitar el aburrimiento del turno mensual de sábado y domingo, celebramos minitorneos en la redacción. La pelota es una bola de papel en la que se escribe la continuidad del telediario. Los goles los celebramos ante las cámaras de seguridad del lugar. Y es que en estos tiempos, futbolista sin cámara al frente no es futbolista. Días después, por orden del Departamento de Seguridad de la empresa, se prohibió el minitorneo. Argumentaron que distraíamos a los seguratas con nuestros partidos.

Tres años después, 2002, me voy a estudiar inglés en donde mejor lo hablan: Jamaica. Ahí intento practicar otra disciplina, pero me aburró con el cricket y confirmó que es un deporte para blancos. Buscó con quien jugar al fútbol. Me dicen que detrás de Devon House hay un baldío donde los lugareños juegan descalzos. Corren mucho pero no tiene mucha técnica. Soy goleador. Celebró mis goles con el avioncito de Ronaldo el gordo, no el metrosexual. Celebró el cumpleaños de Bob Marley en su casa estudio de Kingston, donde un atentado casi alcanza lo que el cáncer lograría después: cortar la vida del músico, pero no su leyenda. Tomo fotos con una Polaroid a los turistas “Five Americans Dollars” y escucho jazz en el Café de los huesos rojos. Habló inglés pero los únicos que me entienden son los cubanos, claro, en español, con ellos voy de un lado para otro, como “puelco y calne desmechaa”, me siento muy cercano a la revolución de Castro. Mis últimos dólares jamaicanos los apuesto en el hipódromo, para tratar de conseguir dinero y ampliar la estadía. Pierdo. Tengo la última moneda y con ella pago un pasaje del bus hasta al aeropuerto. Vuelvo a Colombia.

Y como esto se está haciendo largo y la garganta ya pide agua, y la de vosotros vino o cerveza, trataré de resumir para contestar a la pregunta de por qué escribí una novela de fútbol, si es que ya no la he respondido. Después de Jamaica y su “no problem man”, regrese al diario El Tiempo de Bogotá. Allí juego con Redacción Fútbol Club y salimos campeones del torneo interno de la Casa Editorial. Ya he logrado lo que quiero en el periódico más importante de Colombia. He llegado hasta lo más alto. Otros buscan ser jefes de sección y hasta directores regionales. Yo ya tengo la medalla de campeón y fotos con mis colegas, dando la vuelta olímpica en un campo de fútbol. Así que ya no tengo que hacer más en ese diario, renunció. Viajo a Cali, me voy a vivir con mi novia de entonces, mi esposa ahora. Recuerdo que en época de Mundial me llamaba para comentar los partidos de fútbol. A ella no es que le guste mucho este deporte pero sentía o siente atracción por este servidor, así que se las ingeniaba para aprender algo sobre el partido del día y cuando hablábamos, ella hacía la introducción y yo seguía sin parar. Así nos enamoramos y nos casamos.

Por Andreta y su doctorado, en 2008 aterrizamos en Barcelona. Y como ella estaba ocupada en la universidad, a mí me tocó buscar el piso para vivir. Concerté una cita para ver uno en Can Baró, un barrio cerca al Parc Güell. De camino, por la calle Camelias, paso y descubro el campo del Europa. En ese momento, sin ver todavía el piso, me dije a mí mismo, aquí viviremos. Si hay un campo de fútbol cerca, está todo.

Ya instalados, recuerdo que comencé a preguntar por Sarrià. Quería conocer el lugar en el que se había jugado el mejor partido en la historia de los mundiales de fútbol. Caminando por allí, entre la avenida General Mitre, la calle doctor Fleming, y la Avenida Sarriá, descubrí el nombre de un bar en uno de los tantos paseos en busca de los imaginarios Sócrates, Zico, Paolo Rossi o Dino Zoff. Descubrí el bar Sarriá 82 y toda la historia de la novela surgió en mi cabeza. Ahora solo tenía que escribirla.

Javier Cercas -que fue el escritor residente de nuestro año en el Máster de Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra- nos dijo, a mis compañeros y a mí, que toda novela es una pregunta. Escribiendo Los fantasmas de Sarriá visten de chándal, siempre me hice tres: ¿Qué es un jugador de fútbol? ¿Qué es un partido de fútbol? ¿Qué es el fútbol? Cercas también dice que la mayoría de las veces, la novela no responde a la pregunta. En este caso, ya lo diréis vosotros, los lectores.

Para terminar, el poeta argentino Juan Gelmán dice que cada escritor escribe lo que puede. Esto es lo que he podido. Y esto es lo que he querido. Tratar de recordar a dos equipos que pisaron un campo de fútbol que ya no existe. Quizás con la misión de hacer valer hoy más que nunca esa frase de Sócrates, no el filósofo sino el jugador de Brasil que murió el año pasado, cuando dijo: “Nosotros los futbolistas no jugamos para ganar, jugamos para ser recordados”.

*Este texto fue escrito y leído por el autor el día de la presentación del libro, el 20 de junio, en la librería Casa del Llibre, de Rambla Catalunya (Barcelona). 2012.

Publicada por Editorial Candaya, ‘Mandíbula’ es como un avión en pleno vuelo lleno de turbulencias.

 

La perversión humana tiene matices. Es una paleta de colores. Del más claro al más oscuro. Y de esa gama se vale y da cuenta Mandíbula, la más reciente novela de la escritora ecuatoriana Mónica Ojeda (Guayaquil, 1988), publicada por Editorial Candaya.

De manera natural, esta historia, que narra el secuestro de una alumna por parte de una profesora, en venganza al suplicio y al martirio ejercido por las estudiantes dentro de la clase, puede encajar fácilmente como un thriller. Ese tipo de historia que genera ansiedad en el lector. Miedo. Terror.

Algunos críticos han coincidido y le han puesto la etiqueta de “novela psicológica”. Otros han ido más allá y le han dado la bendición como una historia sin tabúes, que trata de soslayo el amor lésbico entre adolescentes en un colegio del Opus Dei. Adolescentes que se autodescubren y descubren el mundo. Adolescentes que consumen sin parar creppypastas (Breves historias de horror gestadas en Internet que se vuelven virales).

Mandíbula es eso y mucho más. Un avión en pleno vuelo lleno de turbulencias. Una creppypasta hecha novela marcada por el dolor. Una historia que discurre fácilmente entre la prosa fluida que le imprime su autora. Una historia con muchos visos poéticos y uno que otro ensayístico, que le dan el tono necesario para que este ambicioso experimento, tras 288 páginas, logre salir avante hasta el punto final.

Con Mandíbula, Ojeda, que es egresada del máster en creación literaria de la Universidad Pompeu Fabra de Barcelona -donde ahora es profesora-, confirma la capacidad de la que ya dio muestra en sus anteriores novelas La desfiguración Silva y Nefando. Talento por el que fue escogida dentro de la lista de Bogotá 39-2017, como una de las escritoras menores de 40 años con mayor proyección en Latinoamérica.

Mandíbula, editada en 2018, además de otros reconocimientos recogidos al finalizar el año, fue escogida entre las 10 novelas finalistas al Premio Vargas Llosa. Concurso al que se presentaron 426 obras de 20 países. Entre los finalistas también destacan la colombiana Laura Restrepo y el mexicano Álvaro Enrigue. El fallo del premio, con una dotación de 100.000 dólares, se entregará a finales de mayo.

*Reseña publicada en la revista Lecturas, de El Tiempo, domingo 21 de abril, de 2019

Pérez Andújar y la metáfora de lo ‘pulp’ para hacer literatura

El escritor Javier Pérez Andújar explica a la prensa los tejidos de su nueva novela: ‘La noche fenomenal’. / Foto: Wolframio Caballero


Dice Javier Pérez Andújar
que ha adquirido un compromiso con la literatura. El pacto de escribir novela, sobre todo, ficción. Así, con ese acuerdo, abre la mesa de presentación de su más reciente novela, La noche fenomenal (Anagrama), en un hotel de Barcelona.

Rodeado de periodistas, en una mesa rectangular, el autor de Sant Adrià de Besòs confiesa que este nuevo libro es un homenaje a muchos de sus amigos. Varios de ellos muertos pero que él decide resucitar en las 272 páginas, como personajes,  para “vivir cosas delirantes”, que le hubiera gustado compartir con ellos en vida.

Tapa de ‘La noche fenomenal’, de editorial Anagrama. / Foto: Wolframio Caballero

“Es una historia con la base de las novelas de caballería, que cuenta la historia de una pandilla que investiga cosas paranormales… y que termina, ¡como no!, en Sant Adrià, que es el centro del mundo”.  Desparpajado. Frenético. Disparatado. El pulp hecho cuerpo. Lo popular hecho voz. Pérez Andujar se muestra como es. Sin aspavientos o cortinas de humo que lo desfiguren y lo intenten definir como un “intelectual”, que está por encima de todos.

De ese mundo “Perezandujariano”, que es él mismo, es fácil resaltar doce  frases que aún se oyen en ese hotel del Passeig de Gràcia, en Barcelona:

1. “El estilo es la manera de  ser”.
2. “Está bien inventarse personajes para que hagan lo que tú no harías en la vida”.
3. “Escribo de parapsicolgía para no dedicarme a ella”.
4. “Tomo la iconografía de los años 70 y la utilizo como elemento literario”.
5. “Mi trabajo es convertir material popular en metáforas literarias”.
6.  “La literatura te salva por la ficción”.
7.  “He decidido escribir ficción para escapar de mí, pero estoy atrapado”.
8.  “Lo que me gusta de la política es su condición humana”.
9.  “Es muy difícil escribir sin referirte a los que has leído”.
10. “Escribir es el pretexto para seguir leyendo”.
11. “El conocimiento está para conocerlo, para desafiarlo”.
12. “Me encanta estar a favor de los que no pueden ganar”.

Pérez Andújar: “Si trabajo en lo profundo no acierto, soy más un escritor en lo superficial”. / Foto: Wolframio Caballero

Crimen en la ‘James Carpenter Library’

 

 

 

 

 

 


Mi favorito era Silver Kane.
No recuerdo un título en especial. Y mucho menos una historia, pero el solo hecho de ver ese nombre en una portada de un libro de bolsillo daba para que me metiera de lleno en cientos de páginas amarillentas (¿o eran ocres?), en la que el héroe de turno, a caballo o vestido de corbata y americana, trataba de dilucidar un crimen. Una matanza. Eran funambulistas que caminaban por el hilo de lo moral y lo ético.


Entonces, lo políticamente correcto no existía. Patrañas. De esa manera intentaban hacer justicia en calles y desiertos sin rastro de ella. Historias de hombres duros, con el polvo como piel, y mujeres voluptuosas, llenas de curvas por doquier. Historias de asesinos. Relatos de sangre. Historias de balas que salían disparadas por homicidas sin rostro. Fuego cruzado en el que ni siquiera el lector quedaba ileso. Indemne. Condenado, tenía que ir a por más. Siempre. Buscar otro pequeño libro de lo que los estudiosos llaman literatura pulp. Bolsilibros. Matarían por ellos.

Claro, también había otras historias firmadas por Curtis Garland, Frank Caudett, Peter Debry, Keith Luger, Lou Cardigan o Duncan M. Cody. A punta de azotar el teclado de viejas máquinas de escribir Olivetti, cada uno de esos autores, que es lo mismo decir: Juan Gallardo, Francisco Caudett, Pedro Víctor Debrigode, Miguel Oliveros o Antonio Vera Ramírez, pasaron de las mil novelas. Dos mil. Tres mil.

Escribían a destajo.  Malpagados. Noche y día. Día y noche. Casi sufrían lo mismo o más que los personajes a los que daban vida. O muerte. Era difícil que sobrevivieran a su propia historia. A su propia imaginación, pero lo lograban. Triunfaban, a su modo, ante el destino. Ante el peligro. Ante Bruguera. Esa mítica editorial que los lanzó a la fama y que, al tiempo, los esclavizó.

Por estos días, en Barcelona, una pequeña exposición (¿de qué otro tamaño podría ser?) les rinde homenaje. Caminar por esa sala de la biblioteca Jaume Fuster (Está abierta hasta el 21 de marzo), que en este caso sería “James Carpenter Library”, es volver a la escena del crimen, para sentir ese vértigo del delito hecho relato y esa emoción de pasar las páginas amarillentas (¿o eran ocres?), de una novela firmada por Garland, Caudett, Cody, Debry, Luger o el mismo Silver Kane, que es lo mismo decir Francisco González Ledesma. Mi favorito.

La despedida de la Liga de Fútbol Profesional de España

Logo oficial de la Liga de Fútbol Profesional de España. / Imagen: www.laliga.es


Se terminó la Liga
de Fútbol Profesional de España. LFP por su sigla de identidad para vender al exterior. LaLiga. Su marca de competencia frente a la Premier League, la Serie A, la Ligue 1 o la Bundesliga. Finalizaron las 38 jornadas de la temporada 2017-2018 que dejaron como campeón a un claro y muy superior F.C. Barcelona. Se terminó una Liga que se hizo larga. No por la ventaja y el claro dominio de los azulgranas frente a los demás equipos, sino porque al cierre, con tantas despedidas y “pasillo no, pasillo sí”, no se veía el final.

Se despidió Andrés Iniesta. Se irá con sus vinos manchuelos al fútbol japonés, al chino, al catarí, al australiano o terminará jugando pachangas con Ronaldinho y demás en el Barça Legends. Fernando Torres dijo adiós al Atlético Madrid. Torres, que no es tan niño, escribió en su carta: “Gracias por tanto y perdón por tan poco”. Tiene 34 años. Los mismos que Iniesta. Los dos campeones de Europa y del Mundial con ‘La Roja’. Es el fútbol. La vida. Un viejo conocido de Torres: Rafa Benítez, y que ya lo tuvo en el Liverpool y Chelsea, lo quiere en el Newcastle. It is true, Rafa?

Otro que se marchó fue Xabi Prieto. El 10 de las últimas 15 temporadas en la Real Sociedad. El 10 que tentó un par de veces el poderoso vecino, el Athletic Club, pero pudo más la fidelidad. Vaya cosa más extraña en el fútbol. No lo digo con el ánimo de torpedear matrimonios. Xabi, con be, también forma parte del club de los 34 años. Su equipo diseñó una camiseta especial para su último partido, contra el Leganés, en Anoeta. El escudo se transformó en otro con su cara. Metonimia futbolera. Fútbol para coleccionistas.

Iniesta y Xabi, con be, se  abrazaron en el último partido de los dos como profesionales en el Camp Nou. Intercambiaron besos, recuerdos y placas. Uno cuelga las botas. Más pronto que tarde quizás lo veamos en el banquillo, dirigiendo a los de Anoeta. El otro, Iniesta tiene que ingresar dinero para seguir con sus vinos. Se sacará el certificado como entrenador pero será extraño verlo dirigiendo un equipo como míster. Tiene más de maestro de vino que de fútbol, sabiendo más de lo segundo que de lo primero.

Otro que se despidió fue el árbitro David Sánchez Borbalán. Después de 32 años, el almeriense dejó el pito. No hubo ruido ni muchas páginas ni hagiografías. Ser árbitro no vende en un país sin justicia. Solo lo acompañó y aplaudió su familia en San Mamés durante el  Athletic Club-R.C.D. Espanyol.

Otro Xavi, Hernández, se emocionó y lloró en la despedida de Iniesta. Ya hemos perdido la cuenta de cuántas se le han hecho. No más, por favor. “Iniesta: ¡vete ya!”. Se bajó el telón de la Liga de Fútbol Profesional 2017-2018. Liga en la que el Real Madrid desempeñó el trabajo de un doble en una película de acción. Estuvo allí para las escenas peligrosas pero no mostró su cara. Ni siquiera le tocó el papel de extra sin parlamento. Todas las castañas las puso al fuego en la Champions League. Los merengues se jugarán todo al 26-M. Ya veremos si le sale bien. Si no… ¿Bon voyage, Zidane? Se acabó la Liga. Nos queda Rusia 2018. Que es lo mismo decir, la despedida mundial de Iniesta. Otra más.

Yerry Mina, en Barcelona

Yerry Mina, central de la selección Colombia, es desde enero pasado nuevo jugador del FC Barcelona. Así fue su primera semana en la capital catalana. Artículo publicado en el diario El País, de Cali, Colombia. Domingo 21 de enero, 2018.
PDF Yerry Mina

La soledad del cuarto oscuro

Presentación de la novela 'La soledad del cuarto oscuro', en el 3er Festival Internacional de Literatura 'Oiga, mire, lea'. Cali, 6 de sept. de 2017. / Foto: Oiga, mire, lea.
Presentación de la novela ‘La soledad del cuarto oscuro’, en el 3er Festival Internacional de Literatura ‘Oiga, mire, lea’. Cali, 6 de sept. de 2017. / Foto: Oiga, mire, lea.

Buenas tardes, gracias por estar aquí. Por desafiar el calor y el sol de la tarde. Por dejar de lado la visita de Francisco Bergoglio y por olvidar el empate de ayer de Colombia contra Brasil. Gracias a los organizadores de Festival “Oiga, mire, lea”, en especial a la coordinadora de este evento, Catalina Villa Zapata, y a la directora, María Fernanda Penilla, por esta invitación.

Para mí es un honor presentar esta novela, la cuarta de Fernando Gómez Echeverri en su carrera como escritor. Vale la pena decir que además de compartir profesiones, los dos somos periodistas, también compartimos lugar de nacimiento: ¡Palmira! Así que para mí toma mayor razón hacer de coanfitrión en esta tarde caleña con acento palmirano.

He de decir que a Fernando lo trato desde hace mucho tiempo. La primera vez que nos cruzamos, ¿no sé si te acuerdas?, fue en julio o agosto de 1991. Los dos asistimos una mañana de sábado al colegio San Luis Gonzaga, en lo alto del barrio Granada, para presentar la prueba de admisión a la carrera de Comunicación Social-Periodismo de Univalle. Terminado mi examen, al cabo de unos minutos, al salir del salón, en el pasillo, me crucé con alguien que no conocía. Al encontrarnos, los dos solos ahí, ese otro me observó y atinó a decir “Qué fácil, ¿no? vé”. Era él. Eras tú.

Traigo a colación ese recuerdo, porque ejemplifica, sin dudar, que Fernando es un hombre que hace fácil los retos difíciles. Así se hizo periodista, crítico de arte y escritor. Eso sí, no portero de fútbol, porque como tal fue un verdadero desastre. Recuerdo un 8-0, en contra, cuando enfrentamos, nosotros, un recogido de periodistas de la Casa Editorial El Tiempo y Publicaciones Semana, a los chicos de la carrera de Cine y Televisión de la Universidad Nacional, en Bogotá. Fernando estaba en el arco y ese fue su primer y último partido. Desde entonces, la “araña” Gómez jamás volvió a ponerse unos guantes para tapar. Y se dedicó a otros deportes, con mayor terquedad y tesón, y menos pereza, uno de ellos, el tenis. ¿Cómo está tu revés a dos manos?

Con ese mismo desparpajo con el que lo conocí, tras el examen de Univalle. Con ese mismo desparpajo lo volví a ver en la redacción de El Tiempo y de Semana, en Bogotá. En el periódico, entonces de los Santos, Gómez daba sus pasos iniciales en el periodismo Nacional, en un equipo en el que estaban Fernando Quiroz, Mauricio Silva, Mauricio Becerra, Andrés Zambrano, Manuel Kalmanovitz y Francisco Escobar.

Voy a cometer una infidencia, permiso, ahí nació el apodo con el que muchos lo conocen en Bogotá: ¡Chicharrón o Chicharro! Y todo porque era el más pequeños de esos periodistas, el de menos experiencia, al que le designaban las tareas, que los otros desdeñaban por ser ¡chicharrones! Tareas complicadísimas, como entrevistar a un galerista-lagarto; a un prepotente escritor que nadie conocía, a un actor de teatro sin seguidores, a un político en busca de votos. Para esas tareas, el elegido era Chicharrón. Chicharro. Fernando. Lo puedo imaginar diciendo: “Qué fácil, ¿no? vé”.

Wílmar Cabrera y Fernando Gómez, en el auditorio Óscar Gerardo Ramos, Biblioteca Departamental del Valle. / Foto: Oiga, mire, lea.
Wílmar Cabrera y Fernando Gómez, en el auditorio Óscar Gerardo Ramos, Biblioteca Departamental del Valle. / Foto: Oiga, mire, lea.

Luego, años después, en Semana nos volvimos a cruzar, en ese pasillo que es la vida. Mientras yo me movía como periodista redactor de una revista que apenas empezaba, de nombre SoHo, Fernando, bajo la tutela de Miguel Silva y Rafael Molano, integraba el equipo que sacó a flote la mejor publicación cultural que ha dado Colombia, en mucho tiempo, Gatopardo, ese buen hacer de crónica y periodismo hecho revista. Casi lo que puedo oír de nuevo: “Qué fácil, ¿no? vé”.

Y en esa puerta giratoria que es trabajar en la Casa Editorial El Tiempo, Fernando volvió para liderar proyectos y revistas que tienen su sello personal. Actualmente es director de BOCAS, DONJUAN, Hola y Habitar. Y, en el plano personal, padre de Julieta y Mateo. Y cuando le queda tiempo de El Tiempo y de su familia, escribe. Eso demuestra no solo su valentía y predisposición por narrar, sino su sacrificio y ambición.

Sí, eso es él. Un escritor ambicioso, en el mejor sentido de la palabra, que frase a frase, punto a punto, manuscrito a manuscrito, novela a novela, se abre espacio en el difícil campo de la literatura colombiana. Esta nueva historia es testigo de ello. Narración pura. Velocidad. Vértigo. Tono acorde. Diálogos precisos. Y longitud necesaria para no excederse en florituras.

La soledad del cuarto oscuro es su cuarta novela. Anteriormente escribió y publicó historias de niñas que quieren ser vampiros; niños que intentan cazar una bruja que seduce hombres para matarlos; historias de bacterias inmundas, y de zombíes que recorren Bogotá y buscar paliar su apetito de cerebros y carne humana. Literatura más del lado fantástico que realista.

Con esta obra, Fernando da un viraje a su proceso como narrador, nos enseña una literatura realista con un tono de voz propia, más acentuado, y en pleno crecimiento. Además, aterriza en Cali, la ciudad donde estudió, donde de joven universitario trató de enamorar a su compañeras con cartas, cuando estas ya no existían (las cartas, claro está), la ciudad que caminó, la ciudad que vivió en aquellos años cuando las narcotoyotas habían invadido todas las calles y espacios públicos. Cundo las balas iban y venían, cuando está ciudad se llenó de muertos que terminaron siendo estadística. Números. Cali. Pum. Pum.

La soledad del cuarto oscuro es una historia fotográfica sobre el hacer rutinario de un reportero gráfico en un pequeño diario. Es una historia sobre el fracaso como meta de la vida. Y es que, aunque muchos no lo crean, algunos nos lo ponemos como objetivo vital. Es una novela contemporánea, circular, que comienza con un trino cualquiera y termina con un hashtag. Tiempos de Twitter. Es una novela sobre la mutación del periodismo como profesión. Es una novela sobre el periodismo zombi de las redes sociales, la narrativa transmedia, Internet, el píxel como pincel, el píxel como pluma.

Es una historia sobre seres amargados que sobreviven con sueldos de recogedores de basura. Es una novela que le rinde homenaje a los ídolos y al poder de obligarnos a imitarlos. Es una historia de la decepción de no estar a su altura. Es una historia que se revela al lector, poco a poco, como las imágenes que aparecen en el papel fotográfico tras el paso de los químicos sobre su superficie, allí en ‘La soledad del cuarto oscuro’. También es una narración sobre el peso de la creación artística y la búsqueda de identidad. Es una historia para crear un hashtag en Twitter y escribir: #NoLeaLaSoledaddelCuartoOscuro. Para ver qué pasa como experimento. Como performance-respuesta virtual e interactiva a las 102 páginas del libro editado por Literatura Random House.

Fernando, gracias por acompañarnos en este ‘Oiga, mire, lea’, que pretende que las librerías de Cali dejen de ser heladerías y vuelvan a ser lo que han sido históricamente: tiendas en las que se venden y compran libros. Gracias por estar en este ‘Oiga, mire, lea’, que busca darle visibilidad a las bibliotecas de la ciudad, como lugares de consulta y lectura.

'La soledad del cuarto oscuro', de Literatura Random House.
‘La soledad del cuarto oscuro’, de Literatura Random House.

La insoportable incomodidad del ser

El día 2 de mayo de 2016, siendo exactamente las 18 horas 57 minutos, mi buzón de Facebook en Barcelona, España, recibió el siguiente mensaje:
“Wílmar, extraño que te escriba si no es tu cumpleaños, ¿cierto? Pues bien, va esta propuesta: ¿qué tal si preparas un discurso a TU ESTILO para celebrar los 30 años de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad Autónoma de Occidente, durante el megaencuentro de primíparos del siglo pasado? Centrándote, por supuesto, en la ‘era Champagnat’. Si dices que no, es tu problema; y si dices que sí, también es tu problema. Un abrazo.
El mensaje había sido firmado y enviado por un tal Eduardo Figueroa Cabrera. Lo confieso ahora: tardé mucho en escribir la respuesta al maestro Figueroa Cabrera, creo que fueron dos o tres semanas. Y es que no era tarea fácil resumir en un texto o discurso lo que el denominó ‘era Champagnat’. Haciendo un paralelo extremo es como que cojan a mansalva a cualquiera de nosotros y le pidan sintetizar en un párrafo alguna de las eras geológicas de la Tierra. ¡Qué levante la mano, en este momento, el que pueda resumir en una frase el precámbrico o el paleozoico!
Sí, era (y es) una empresa difícil el contextualizar en una disertación como esta la ‘era Champagnat’, pero cuando tuve clara una palabra, acepté el problema. Dije que sí. Y aquí estoy.

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Recorriendo ayer los pasillos, salones, calles aledañas y demás en Champagnat, confirmé que no estaba equivocado en condensar y centrar este texto en una palabra de cinco silabas: ¡IN – CO – MO – DI – DAD!
Sí, incomodidad. Ese es el vocablo que engloba y enmarca mi recuerdo de cursar la carrera de Comunicación Social – Periodismo en la Corporación Universitaria Autónoma de Occidente, con el código 917862, desde el año de 1991 a 1996. Eso sí, entiéndase en este caso puntual que incomodidad no es infelicidad ni sinónimo de amargura. Simple, pura y literalmente incomodidad. Dice el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que dicha palabra viene del latín incommoditas – incommodatis. Y en sus tres acepciones, los honorables académicos la definen de la siguiente manera:
• Falta de comodidad.
• Molestia.
• Disgusto, enojo.
La segunda acepción la amplían, agregando que es el impedimento para el libre movimiento del cuerpo, originada por algo que lo oprime o lástima. ‘¿Era Champagnat?’. Parece que el académico que redactó esto último hubiese sido uno de nosotros. Uno de los tantos estudiantes que pasaron la carrera en el viejo edificio, que perteneció a los hermanos Maristas, ubicado entre las carreras 29 y 31, y las calles 9b y 9c, en Cali.

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El término incomodidad me sirvió para hacer un juego de palabras con una novela que releo por estos días. Y por eso, este texto lleva como título La insoportable incomodidad del ser. Y es que si el escritor checo Milan Kundera hubiera formado parte de las generaciones de primíparos que ingresaron a la carrera de Comunicación Social – Periodismo de la exCorporación Universitaria Autónoma de Occidente, en Champagnat, que hoy nos juntamos para festejar otro reencuentro más, seguramente su obra de mayor renombre no llevaría la palabra levedad en el título sino otra: INCOMODIDAD.
Se imaginan al también autor de obras como La inmortalidad, La lentitud y La ignorancia, bajándose del Verde Bretaña 3 o el Verde Plateada 4, o de cualquier otro bus público cuya ruta lo acercara a la vieja sede universitaria. ¿Se lo imaginan llegando en su bicicleta Monark o en su Honda C-70, color azul, muy temprano, tipo 6 de la mañana, buscando una silla en cualquiera de los salones, para sentarse y esperar en la fila el turno para rellenar el formulario y realizar su matrícula del semestre. Tratando de evitar a maestros ‘cuchillas’ como Víctor Hugo Vallejo, Emma Osorio, Álvaro Nieto Hamman, Iris Cabra, o el mismo Figueroa Cabrera? ¿Se lo imaginan preguntando por el código de Lingüística 1, el de Taller de Expresion Escrita, Semiótica o Epistemología. O guardando el puesto a alguien que venía desde Buga o Popayán, o haciéndole la matrícula a su mejor amigo, que no podía llegar ese día, y terminaba matriculándolo en alguna Ingeniería o Economía?
¿Se lo imaginan comprando ese éxito de ventas, ese best seller, llamado Aprendizaje metodológico? ¿Se imaginan a Kundera leyendo ese libro y discutiéndolo en clase, con el décano Álvaro Rojas Guzmán, en pleno Salón de Conferencias del tercer piso, con la falsa pared de madera recogida para darle mayor capacidad?
Si el autor checo nacionalizado en Francia hubiera estudiado Comunicación Social (rayita) Periodismo en la CUAO de Champagnat, los protagonistas de La insoportable incomodidad del ser no hubiesen sido el medico Tomás y la camarera reinventada como fotógrafa Teresa. Ni la amante Sabina ni el amante Frank. Quizás los personajes principales de esa historia de amor fueran otros. ¿Por qué no pensar en un drama sentimental en la tercera edad, cuyos protagonistas fueran una vendedora de dulces y chicles apodada “la reinita” o “reinita” y un expendedor de cigarillos y otras cosas para fumar, apodado “Pacho”? ¿Por qué no pensar en ello? ¿Porqué no pensar y sumar a Mauro, el chico que cuidaba motos y bicicletas, psicólogo empírico, que hasta daba consejos de amor en el parqueadero, sin cobrar un peso?

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Si La insoportable levedad del ser está ambientada en la capital checa de 1968, cuando los tanques soviéticos reprimieron la llamada “Primavera de Praga”; La insoportable incomodidad del ser, esa novela de la que todos los aquí presentes seríamos extras con parlamento, estaría ambientada en la Cali de los años 80 y 90, cuando las burbujas traquetas invadieron las calles de la capital vallecaucana, dejando tras de sí una estela de plomo y miedo.
No está demás decir que en dicha obra habría más escenarios por los que desfilarían otros personajes, protagonistas de digresiones de la historia central. Uno de ellos sería Mauricio Mejía Benard, del código 92; que, si mi memoría no me falla, en el primer semestre de ese año, debido a su paraplejia, fue el primer estudiante de Comunicación Social (rayita) Periodismo en ingresar a Champagnat a bordo de una silla de ruedas. Imposible escribir una novela que se llame La insoportable incomodidad del ser, centrada en la ‘era Champagnat’ y no hablar de Mejía Benard. Fotógrafo superlativo y mejor poeta. La primera persona con movilidad reducida que se las arregló para sobrevivir cinco años o más en un edificio construido sin rampas, ni baños, ni ascensores, ni nada para gente en sillas de ruedas. Recuerdo que cuando le tocaba clase en el segundo o tercer piso, siempre pedía una mano a quien estuviera rondando por allí. A sus propios compañeros, que lo levantaban como si fuera un emperador en tiempos del imperio Azteca. Sin duda, Mejía Benard fue un héroe de esa época. Y digo fue, porque físicamente ya no está con nosotros. Murió exactamente hace un año, debido a una oclusion intestinal. ¿Pensar que una de las preguntas que se hizo el comité de admisión cuando Mejía Benard se presentó para estudiar la carrera en Champagnat fue: ¿Cómo se las arreglará para ser profesional e ir detrás de una chiva periodística? La incomodidad de tiempos pasados en toda su extensión.

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Fruto de esa incomodidad, que compartíamos, junto con el mismo Mejía Benard, de fotógrafo, Víctor Manuel Mejía Ángel y este servidor, en la edición, Carolina Echeverri más Juan Arbeláez, en la redacción, y Alfredo Cardozo, como Barman, creamos una publicación llamada El Gusano, cuyo lema decía: “La única revista que no tiene slogan”.
Viviendo esa incomodidad, con el mismo Mejía Ángel, Libardo Jiménez, Isabel Peláez y Perla Escandón, entre otros, fuimos parte del grupo de teatro, dirigido por Ramiro ¿Ovalle? Nuestro mayor éxito fue el montaje de una obra de Juan Rulfo: ¡Diles que no me maten! “¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad…”. En noches de calor incómodo, cuando la canícula en Cataluña es insoportable, todavía me despierto gritando esa frase, creyendo que soy el mismo Juvencio Nava de la obra de Rulfo.
De Nuevo con Mejía Ángel, Julían Henríquez, Óscar Duque y otros incómodos que no recuerdo, integramos Al filo de la realidad. Un grupo de estudiantes asociales elevados a la potencia ene, tanto que en las reuniones, en una casa del barrio San Fernando Viejo, cada uno ocupaba una habitación y tratábamos de comunicarnos, sin vernos, golpeando las paredes. INCOMODIDAD.
Esa palabra nos llevó también a formar un equipo: el glorioso Cerveza Fútbol Club, con Harold Casas, César Polanía, Juan Carlos Castro, Boris Abadía, Víctor Manuel Velásquez, Jorge Leonardo Duque y Carlos Valencia. Recuerdo los clásicos contra el otro equipo de Comunicación, el Vía Satélite de Pacho Muñoz, Gerardo Quintero, Juan Carlos Rojas, Mateo, Popeye, y José Antonio Bedoya. ¡Vaya clásicos!
Y si de incomodidad hablamos y tratamos de la ‘era Champagnat’, ¿cómo no incluir el Salón Múltiple? Ese inmenso rectángulo, templo del calor, bajo un techo de Eternit, un verdadero y literal hervidero de cerebros, con sus 40 grados a la sombra. Un santaurio del saber, de estudiar, sede de festivales universitarios de la canción, y de exposiciones, cuyo punto más alto, sus quince minutos de fama, fue la conferencia del vilmente asesinado Jaime Garzón. Charla que tiene una duración de una hora, treinta y dos minutos y cuarenta y tres segundos, que aún se puede ver por Internet. Y que todavía causa en algunos, muchos, incomodidad.

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Pero si dentro de la sede de la CUAO de Champagnat, la incomodidad andaba a sus anchas. Recuerdo compañeros llegando con máquinas de escribir en sus hombros para cumplir con la prueba de mecanografía de Expresión Escrita. Fuera del edificio, en los alrededores también se hacía presente. Las mesas del bar de Hugo eran muy pequeñas para reunir todas las botellas de cervezas que nos habíamos bebido un viernes. Ni hablar del poco espacio en El Bohío, que se improvisaba como bailadero. La incomodidad, resultado del efecto dominó, se extendía por todos los negocios que vivían por y para nosotros.
Hablando de Hugo, érase un hombre a una pipa pegado, y su bar, hago un inciso aquí para citar una frase del sociólogo y filósofo argentino Juan José Sebrelí: “Me declaro un autodidacta, lo único que recuerdo de la universidad es el bar de enfrente”. La traigo a colación porque, quizás, con ella, hubiera resumido mi recuerdo de la ‘era Champagnat’. Con ella hubiera solucionado el problema que delegó en mí el maestro Figueroa Cabrera, pero en este caso la incomodidad ganó la partida.
Tal vez se trata de la misma incomodidad de un grupo de maestros que, gracias a su imaginación, vieron en un viejo edificio Marista la sede perfecta para darle vida a una universidad. Y dentro de ella, gestar una carrera de Comunicación Social (rayita) Periodismo. La misma incomodidad, entendida como imaginación, que nos transmitieron y heredaron en nosotros, los primíparos del siglo pasado, que en un parqueadero de esa vieja sede vimos una cancha de fútbol. ¡Muchas gracias!

*Discurso leído durante el megaencuentro de primíparos en la Universidad Autónoma de Occidente, con motivo de los 30 años de la facultad de Comunicación social-Periodismo.
4 de junio de 2016, Cali, Colombia.

LeoIncomodo

 

 

Leicester David

Si tuviera un hijo, ya mismo, sin dudarlo, le llamaría Leicester. Y si fuera hija, también: Leicester. Claro, tendría que luchar contra el “¡no!” rotundo de mi pareja. “¡¿Cómo se te ocurre?!”, diría ella ante mi propuesta con leve tufo a pub inglés. Tratando de convencerla, le hablaría de los 132 años de fundado que lleva el club británico. Buscando más argumentos, sacaría tiempo para mostrarle los vídeos de los 37 partidos jugados en el campeonato de la Premier League, que lo llevaron a obtener su primer título, durante la temporada 2015-2016. Me haría de armas a tomar e intentaría desglosarle jugada a jugada, como si fuera el mismísimo Pep Guardiola o Diego Simeone, el sistema o dibujo táctico del equipo.

Si tuviera un hijo o hija, en este momento, le pondría de nombre Leicester. En mi tarea difícil de persuadir a mi esposa, le contaría de cómo, al principio del campeonato, nadie daba un penique por el equipo, que terminó 14 el año pasado y que esta temporada solo buscaba salvarse de la maldición del descenso. A manera de chisme o cotilleo, le diría que, cuando conoció quién sería el entrenador para este curso, Gary Lineker, mítico exjugador del equipo, de la selección inglesa, y del FC Barcelona, escribió en su Twitter, el día 13 de julio de 2015, a las 6 horas, 24 minutos, de la tarde: “¿Ranieri? ¿Really?”. Mensaje que fue “retuiteado” 19.712 veces y que logró 10.927 “me gusta”. Hoy, casi un año después, Lineker es otro que se ha subido al bus de la victoria. El exgoleador forma parte de la turbamulta que alardea con el “¡Je suis Leicester!”.

En este punto, ya envalentonado, le diría a mi mujer que, por mi parte, se llamará Leicester. Sólo por el simple hecho de haber demostrado que con una nómina titular fichada a costo de menos de 25 millones de euros, en tiempos de hiperinflación futbolera, le dio cara, enfrentó y venció a los grandes de la liga de fútbol más competitiva, mejor organizada y, si se puede hablar de estética, más bonita. Sí, que le dio batalla y puso en su sitio a los dos Manchester y a los londinenses Totthenham y Arsenal.

Me imagino a Leicester, niña o niño, corriendo por la guardería o saltando en el parque del barrio, tropezando con las raíces de los árboles y volviéndose a levantar con la cara llena de arena. Ya lo veo o la veo y la sonrisa se me dibuja en el rostro. No sólo por la pequeña o el pequeño sino porque cada vez que lo observe o la observe, la recoja o lo recoja en mis brazos, ni hablar de cuando la llame o lo llame: “¡Leicester!”, recordaré el día en que un equipo pequeño venció a los más grandes de su campeonato. Cuando el fútbol puro y pobre venció al aburrido y multimillonario fútbol moderno.

Pensando así, quizás, solo para mantener el buen clima de la relación, y en aras de ceder en la negociación del proceso de hallarle un nombre “normal” a un hijo o hija, tal vez en ese momento, consideraré la opción de un nombre compuesto. ¿Qué tal Leicester David? Dicho sea de paso, sin importar que sea niño o niña.