Sonríe… estás en Barcelona

“Un puerto sin putas es como un puerto sin mar. Antes de que esta ciudad tuviera nombre, ellas ya estaban aquí”. Así, tajante, se expresa Antonio. No hay rabia en su rostro a esa hora de la mañana sobre el Paseo Marítimo del barrio La Barceloneta. Y menos tiene rencor sobre la noticia que lee en El Periódico y que cuenta de un operativo en otro barrio de Barcelona, El Raval, para cortar de una buena vez con la prostitución en la ciudad.  “Como si se pudiera”, añade.

Lo que respira y se nota en este pescador, que viste jean, chaqueta oscura y bufanda vino tinto, es sentido común. El mismo que le hace caminar mientras observa detenidamente el Mediterráneo. De algo más de 70 años, el viejo se toma su tiempo. No lleva prisa o no conoce esa palabra. Después de dejar El Periódico, da uno, dos, tres y hasta cuatro pasos, luego se detiene para que el sol caliente su piel.

Sin ninguna extrañeza me mira. Y como si fuéramos dos viejos amigos en La Barceloneta, su barrio, me pregunta qué hago allí. “Tengo que contar una historia de 48 horas en Barcelona”, le respondo al tiempo que se voltea y pone la cara al sol, con sus manos atrás. Mira al mar como un filósofo que busca respuestas o un inmigrante que recuerda otras tierras.

“Yo llegué siendo un chaval y le puedo asegurar, siendo fiestero y todo, que solo he vivido la ‘B’ de la palabra, a esta edad, me falta el ‘…arcelona’”. Se ríe y muestra dos oquedades sinceras. Luego se queda callado y sigue su camino. No se despide. Quizás, como todo marinero lo sabe, siempre habrá otro puerto. Otro lugar para cruzarse.

Antes de que se vaya le pido tomarle unas fotos, pero me dice que su cara son las palabras. Que esas, ya las mostró. Sin embargo, en una imagen queda él y, de fondo, un polémico hotel que construyen en esta playa. Tiene forma de vela. De “mamotretro y forúnculo” lo tildan en la prensa local. “De los 178 metros pensados al comienzo, la construcción invasora, que ha subido el ánimo de los vecinos, se quedó en cien”.

Pasado y futuro de una ciudad llena de contrastes. De una ciudad que, quizás como una de las putas de la calles Sant Ramón, Sant Pau y Robador, en El Raval, se vende por necesidad y no por gusto. De una ciudad que se ofrece al turismo para ser visitada pero que sus habitantes más arraigados están cansados de los ‘guiris’ y su fiesta. Que no es otra cosa sino ruido. De un lugar cuyo Ayuntamiento es capaz de pagar, se dice, un millón de euros, para que Woody Allen filmara por sus calles y pusiera en el título de su penúltima película el nombre de la ciudad.

Así quieren venderla. Buscan que más gente venga de visita, de paseo, o para invertir en ella. Para eso ya se terminaron las obras de ampliación en el aeropuerto de El Prat. La nueva terminal tiene el tamaño de 82 campos de fútbol. Cuatro mil trabajadores de 56 nacionalidades trabajaron en el proyecto. De esa manera, podrá recibir 70 millones de pasajeros al año. Cifra que comenzará a sumar a partir del verano de 2009, cuando abra sus puertas y pistas. Cuando aterricen más turistas.

Y es que ya no se sabe quién es de afuera y quién de adentro. “A mí madre, que ha vivido toda la vida aquí, el otro día le quisieron cobrar 10 euros por entrar a la iglesia donde siempre ha ido a rezar”, me cuenta uno de los vecinos en Can Maño. Por eso ya hay una iniciativa, sacar una tarjeta que los haga tener derechos por encima de otros. Una tarjeta tipo supermercado que les facilite la vida, en su barrio, a precio de lugareño.

Allí en Can Maño, un pequeño restaurante con no más de quince mesas, al que un crítico de cocina lo definió como “un monumento a la honestidad” -para qué escribir más-, y al que llegué solo siguiendo las indicaciones de los camioneros de Colombia, “come donde veas a la gente del lugar”, pedí un pescado al ajillo en aceite de oliva. Lo que en cualquier restaurante de Barcelona podría costar cuatro veces más, sin tener la misma calidad, aquí lo sirven por cuatro euros y además, tiran –literalmente-  algo de pan y ponen una botella de vino tinto que puedes tomar a tus anchas.

Comida casera para viajeros, no para turistas, con tiempo para oír y contar historias. Como la de ellos mismos, el padre y los hermanos Montolio, que compraron el lugar, un bar venido a menos, pero que siguieron con el mismo nombre y no le pusieron carteles o anuncios en la fachada “para guardarle respeto al dueño anterior”. ¡Honestos! Tanto que una de las comensales, con rasgos orientales, al terminar, no duda en sacar su violín y brindarles su música. “Es la mejor de las propinas”, dice Bernardo Montolio cargando a su nieta, tras el mostrador.

Quizás uno de los grandes hechos para que Barcelona no sea la ciudad de sus habitantes sino la de una horda de gente que viene, sale de juerga, y se va, fueron los Olímpicos de 1992. Desde que la llama se apagó, con la clausura de los Juegos en el verano de ese año, la Ciudad Condal ya nunca fue la misma de antes.

 

Muestra de ello es el Puerto Olímpico. Allí también se come bien. Pero se paga más en lugares como La Fonda, El Tinglado o La Barca de Salamanca. Todo forma parte de La Villa, construcciones elegantes, modernas y cuadradas que contrastan con la Ciutat Vella (Ciudad Vieja), y los legendarios barrios de El Raval, El Gótico y El Born; de calles que se pueden cruzar de un solo paso y donde los mapas ni los GPS funcionan, pues siempre la personas terminan perdiéndose en su mundo circular.

Hay otros sitios donde caminar es un gusto. Como el Paseo de Gracia. No tanto porque en ese lugar marcas como Adidas, Nike, Gucci, Louis Vuitton, Lacoste, Channel y Armani, tengan sus tiendas, o para ver cómo los migrantes africanos extienden sus mantas de ventas ambulantes e ilegales -siempre listos para huir de la policía-, sino por conectarse con la huella de Gaudí y la ciudad. Sello que va desde el Parque Güell, pasando por la Sagrada Familia, hasta los ‘panots’, baldosas hexagonales, diseñadas por el arquitecto catalán, que forman figuras marinas y están en todas las aceras del Paseo, entre la Avenida Diagonal y la Plaza Cataluña. Baldosas que muchos de los vistantes terminan arrancando para llevarse un verdadero recuerdo de la ciudad.

Allí, precisamente donde termina el Paseo de Gracia, frente al Hotel Barcelona, está Navarra. Un restaurante tradicional de comida española, tapas y montaditos, donde decido tomarme una copa de sangría por cuatro euros. A la vista de Salvador Dalí, con su bigotes en espiral, y su esposa Gala, de gafas oscuras y perlas, que toman cerveza San Miguel, en una de las fotos que adornan el lugar y certifican sus años en el negocio. Quien me atiende es Nico, un chileno que añora a su Colchagua, de la segunda división del fútbol, y su O’Higgins, de primera.

 

Con alrededor de 27 ó 28 años, este barman lleva cuatro en la ciudad. Sueña con regresar a su país y poner una cabaña en la playa de ‘Pichilemu’ (en lengua mapuche significa árbol o bosque pequeño). Nunca ha ido a un McDonald porque no sabe qué le están dando y de comida siempre prefiere un par de tapas y una caña. Precisamente, comenzamos y terminamos hablando sobre la diferencia entre montadito, pintxo y tapa. “Pues nada -dice en su chileno-catalán- montadito es pan y algo encima, que puede ser queso manchego, nueces, solomillo, jamón, o brochetas de langostino; pintxo, así le dicen en el País Vasco porque lleva un mondadientes que cruza los ingredientes; y tapa es algo cortado, en porción, como la tortilla de patatas”.

Sabiendo eso, ya nada importa. Camino por la Rambla. A esa hora de la noche hay menos gente. Tanto que me animo a pasar por La Boquería. Después de que la riada de turistas se ha ido, a eso de las 5 de la tarde, el mercado vuelve a ser el lugar para que los residentes hagan la compra. Antes es imposible recorrerlo. La caterva de ‘guiris’, como le dicen despectivamente a los visitantes, junto con el cardumen de japoneses, no dejan espacio. Estos últimos se mueven igual que los peces, van juntos a todo lugar y cuando cualquiera saca una cámara, los demás lo imitan. Van y vienen y si uno se mete entre ellos, pasa lo mismo que al nadar entre un banco de peces, se abren para protegerse y luego se vuelven a unir.

La noche crece y como es miércoles de ‘Champions League’, el lugar indicado para ir es el Temple Bar, en la calle Ferran. Como su nombre lo indica, un templo del fútbol y la barra. Una gigante proyección al fondo del sitio y dos pantallas planas sobre la barra, hacen de este lugar, el mejor sitio para ver el fútbol. Hasta tres partidos al tiempo se pueden seguir. Eso sí, al ritmo de una Guinness, Murphy’s o Foster’s. Cuando el Barcelona no juega de local en el Camp Nou, nada mejor que un bar de la ciudad para seguir al equipo azulgrana. “Es mejor que ir al estadio, porque allá solo venden cerveza sin alcohol”, dice un inglés que esa noche le hace fuerza a su Liverpool.

Con el paso de las horas, la panza necesita algo de comida. Antes de seguir la marcha en otro bar, y de esquivar a uno que otro indio que me ofrece la lata de cerveza a euro (producto que a veces cambian por rosas o, si el clima así lo pide, por paraguas) decido detenerme en ‘Menjar per emportar’. Un pequeño lugar en el Gótico, que se anuncia en cuatro idiomas como un sitio de comida paquistaní para llevar. Su especialidades: Falafel, Shawarma y Durum. Farud, su dueño, dice que lo que le hizo viajar hace 20 años a España fue, paradójicamente, el “pan y el hambre”.

A la vuelta, en la plazoleta George Orwell, está Bahía. Ahora llueve. Y como cosa rara, en la noche de Barcelona, la plaza está desocupada. No hay una sola persona en ninguno de sus tres ángulos. La lluvia ha hecho que la gente que se reúne en este lugar, se resguarde en alguno de los cinco o seis bares que dan a la plazoleta, que también se conoce como el ‘Trip’ o ‘Tripi’, no solo por su forma triangular sino por las pastillas que venden en las manzanas contiguas.

Bahía se destaca de los demás. La guía alternativa de Barcelona, que hace un personaje conocido como Mr. Gondonsky, lo  define como el bar de ‘La Guerra de las Galaxias’. “Es un lugar al que llega gente de todo lado, un extraterrestre se sentiría bien, porque las pintas y las caras son tan extrañas, que él pasaría desapercibido. Solo sería otro más en el Bahía”, dice y eso lo corrobora José, uno de los ‘barmans’ cuando me pasa mi tercera Estrella Damm, que pago a 2,40 euros. Esta noche, la holandesa Stephanie Ringes canta y estrena su disco ‘La Flamme Nocturna’ y todo vuelve a encender.

La noche termina, pero no la fiesta. Hay tiempo para ir a Poble Sec. El barrio donde nació y creció Joan Manuel Serrat, en la calle Nou de la Rambla está el Bagdad. Dicen los que saben, que noche sin sexo en la ciudad, así sea solo viéndolo, no sería una noche en Barcelona. Ni modo. El Bagdad es una institución y hay que visitarlo. Entrar no es cómodo para el bolsillo. Son 90 euros y 20 más para incluir algo de consumo.

 

Está abierto desde las 11 de la noche hasta las 6 de la mañana. Y claro está, no dejan entrar o por lo menos utilizar cámaras de video o fotográficas. Un cartel a la entrada lo anuncia y un ‘segurity-man’ lo certifica. Entre sus espectáculos eróticos se destacan el de Karina, la stripper contorsionista, o el de Melissa, la única mulata que le pone color y sabor brasileño al sitio.

Entre el público conozco a Max Cortes. Un catalán de 37 años, que recién recibió en Bruselas, en el festival erótico de la capital belga, dos estatuillas por su trabajo en el medio. “No veáis mis películas con palomitas”, me dice. “Ha actuado en casi dos mil cintas y dirigido 45”, me susurra su acompañante al oído.

Pero ya está bien… es de madrugada y el frío hace que la temperatura esté por los 5 grados. Decido tomar camino rumbo a casa, en el distrito de Horta-Guinardó. No sin antes pasar por el Marsella, en El Raval. Una cerveza en ese bar, que dizque fue fundado en 1820, no estaría mal. Allí se confirma perfectamente esa frase que dice un personaje en ‘La Sombra del viento‘, la novela de Carlos Ruiz Zafón, “como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas”.

Camino por la calle D’Espalter. En cada esquina, como si estornudaran, los ‘camellos’ (jíbaros o ‘dealers’) del sector me ofrecen de todo. ¡Hachís!, dice uno de ellos, entre dientes, a lo que irónicamente respondo: “¡salud!”.

Al llegar al cruce de la calle Sant Pau con Sant Ramón, la cortina metálica está cerrada. El Marsella no está abierto así que, definitivamente regreso a casa. Cuando comienzo el camino, mi mirada se cruza con unos ojos verdes. Son de una chica blanca, de unos 25 años, que me pregunta “¿vamos?”.

Le pongo cara de no haber entendido. Y ella, debajo de su pelo negro y metida en un pantalón fucsia, botas altas, hasta antes de las rodillas y protegida del frío por un suéter cuello de tortuga, es más directa: “¿quieres follar conmigo?”. “Es linda, de verdad”, pienso y solo le pregunto su nombre y su país. “Me llamo Crina y soy rumana”. Quizás como Barcelona, no se venda por gusto sino por necesidad. Me voy a dormir, recordando el lema de una campaña de la oficina de turismo de la ciudad: “¡Sonríe… estás en Barcelona!”.

Publicado en revista DONJUAN

Mas fotos de la crónica en http://www.facebook.com/album.php?aid=70055&l=048ef&id=584761639

“Feliz cumple, Woody”, de Vicky, Cristina y no de Barcelona

El uno de diciembre Allen Stewart Konigsberg cumplió 73 años. Y para quienes este nombre no les remita a una cara conocida, quizás si les diga que se trata de un guionista y director estadounidense de origen judio, que mide 165 centímetros y que ha hecho un sinnúmero de filmes, pasando por Manhattan hasta la actual Vicky Cristina Barcelona (VCB), de inmediato recuerden, tal vez, que se trata de Woody Allen.

Aprovechando esa fecha y el que su cinta más reciente está directamente ligada al sentir de Barcelona, —fue rodada en su mayoría en esta ciudad-, un amigo mío, Fabián Álvarez Motato, al mejor estilo paparazzi, vigiló la estatua que le hicieron en honor al director en Oviedo, para constatar cuántas personas se acercaban a felicitarle por su cumple… y por ahí derecho, agradecerle por la más española de sus ‘pelis’.

Al comienzo de la mañana, al Allen de metal se le vio muy solo en la calle de las Milicias Nacionales, en el centro de Oviedo. Ni fanáticos ni seguidores. Ni siquiera los turistas, tan adictos y necesitados a las fotos “yo estuve en…”, se encontraban a su lado. Quizás caminaba pensando que debió haber hecho VCB en blanco y negro, al estilo Manhattan (1979), para darle un aire de obra maestra y quitarle ese aspecto que algunos críticos han comparado con una guía de turismo, un video institucional de dos horas de Barcelona o un “artículo de revista de avión”, como se refirió acerca de la película el escritor mexicano Juan Villoro. 

 

Con el paso del tiempo, tres personas aparecieron en la calle y la cara de ansiedad de la estatua, que hizo Vicente Santarua, esbozó algo de felicidad, pero las tres siguieron derecho sin determinar el homenaje en bronce al premio Príncipe de Asturias de las Artes de 2002Pasaron como si formaran parte de ese 67 por ciento del público que, según el sondeo de La Vanguardia, desde que la cinta se estrenó el 19 de septiembre, vio el filme y no le gustó. Por eso, sobre el mismo sitio, como quién vuelve a la misma pregunta de siempre, la estatua siguió caminado… y cavilando.

Y qué tal si a cambio de Giulia & los Tellarini, que cantan: / Por qué tanto perderse / Tanto buscarse / sin encontrarse… / Barcelona / te estás equivocando / no puedes seguir inventando / que el mundo sea otra cosa / y volar como mariposa… /; sí,  qué tal si en vez de ellos hubiera partido otra vez de Rhapsody in Blue del buen George Gershwin, como hice con Manhattan… y por ahí mismo le hubiera metido algo de mi clarinete con la New Orleans Jazz Band”, pareció oírsele pensar en voz alta.

Justo en ese instante, mientras la estatua seguía, paso a paso, con sus dudas, cual personaje de una de las películas del hombre que la inspiró, la cámara de Álvarez tomó el momento de lo más cerca que estuvo una persona de saludar, aquel día, la obra a tamaño real de Woody -como lo vemos en la anterior imagen-. “No quiero salir en una foto con éste, protestó el transeúnte -al que solo se le ve una pierna-, señalando al bronce. Con VCB no rememora a Manhattan sino al primer filme de su carrera: Toma el dinero el dinero y corre (1969), añadió en referencia a que se dice que el Ayuntamiento (Alcaldía) de Barcelona le pagó un millón de euros al Allen de carne y hueso, y la Generalitat (Gobernación), otros 500 mil por filmarla en los lugares más conocidos de la ciudad. Eso, además, de poner su nombre en el título. 

Acongojada por semejante desproporción de comentario, a la estatua no se le cayó la cara de la vergüenza pero sí las gafas. Se sintió más sola que Mia Farrow al darse cuenta que su (entonces) esposo mantenía una relación con Soon Yi, una de sus hijas adoptivas. El bronce trató de decir palabra, pero se dio cuenta de que las estatuas no hablan. Sin embargo logró farfullar algo del sí mismo de carne y hueso. “Cuando comencé a escribir el guión, no pensaba en otra cosa que no fuera crear una historia en la que Barcelona fuera un personaje más… quería rendirle un homenaje, porque me encanta esta ciudad y porque me encanta España. Una historia asi solo podría ocurrir en un lugar como París o Barcelona”.

A favor de Allen, ejerciendo de abogado del diablo -con el perdón del diablo-, puedo decir que ya vi VCB y me gustó. Claro no soy un crítico, formo parte de la multitud, pero me divertí. Eso sí, no me reí tanto como en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), El dormilón (1973) o Poderosa Afrodita (1995); ni me deslumbró como Manhattan, ni es tan contundente como Match Point (2005), pero se puede decir que es una ‘pelí’ con la fórmula del director. Y como tal, funciona. Como la Coca-Cola siendo una marca blanca en un supermercado.

  

Está bien, no es un filme para la posteridad, pero inaugura un nuevo género: el ‘cine-postal’. “Allen nos redujo a un cliché”, dijo sobre la película el escritor catalán Jordi Soler. Pero preguntó: ¿qué ciudad no lo es? A Soler le diría que hay que dejar a un lado esa hipocondría barcelonista, pues otras películas ya trabajaron ese “cliché”. Lo hicieron con menos presupuesto, menos historia y más argumento trillado. Como pasó con Una casa de locos (2002), que trata sobre la vida de un estudiante Erasmus, sus compañeros de piso y las aventuras que viven en un año de estadía. Más lugar común no podía ser. Está bien, algo similar a las dos amigas gringas, buscando emoción en el verano ibérico, pero con la firma de Allen.

Volviendo a la estatua, y es que nos hemos alejado porque no pasaba nada con ella y sigue más sola que nunca… con las manos en los bolsillos, protegiéndose del frío otoñal. Sola y con muchas dudas.

Aprovechamos este momento para oír la opinión de nuestro paparazzi, quién también ya vio la ‘peli’ y es una voz, desde la multitud, para decir lo que piensa: “a mi parecer -dice Fabián Álvarez Motato, el fotógrafo de la estatua- de pronto es la película más insignificante de todas las que ha rodado, siendo un gran fan de Woody. Las bromas no me parecieron brillantes ni graciosas, con drama vaselino, su trasfondo se sustenta en la obviedad y la visión de los personajes es banal. Lo contrario en el Londres de Match Point o la Venecia de Todos dicen I Love You (1996), saliendo dignificadas; la Barsa de Vicky, Cristina……no es más que una vitrina postal de una comedia menor”. Si usted ya la vio, ¿qué puede decir? ¿Qué puede escribir?

 

¿Se equivocó Allen? ¿Dio un paso en falso en su carrera? ¿Ya hizo lo que tenía que hacer y más no se le puede pedir? ¿Dejará a Soon Yi por alguna hija que adopten? Estas preguntas, tipo serie de la TV gringa de los años 70, quizás no tengan respuestas. Pero a manera de ellas quedan dos imágenes:

La de un rictus en su cara, claro está, la de la estatua, más triste que de costumbre. Hay quienes dicen que ha cambiado desde que la inauguraron en mayo de 2003. Y ahora denota un cambio en el estado de ánimo. Es que, con lo que se ve en el cine, hasta las estatuas se deprimen.

Y otra última, en forma de comentario visual, la de un ácido crítico que quizás, también ya vio Vicky Cristina Barcelona… y quiso, a su manera, dejarnos ver su pensar. Nada más.

 ¿Quién dijo que los perros no podían opinar?

El museo de los humano… demasiado humano (léase: el museo de lo inútil)

Curiosidad. Morbo. Excentricidad. Llámese como se le quiera llamar, no deja de causar cierta hilaridad, con todo el respeto que se merece, la noticia de que en México recuperaran la silla de montar de Emiliano Zapata y ahora esté expuesta en una de las salas del museo de Tlaltizapán. ¿Será tan difícil de encontrar como de pronunciar?

Allí, a ojo de todas las personas que visiten el lugar, se puede ver la montura que llevaba el caudillo de la Revolución mejicana de 1910, cuando fue emboscado y asesinado sobre su caballo ‘As de Oros’. También se podría decir, de la forma más castiza, ahí está al alcance del culo de todos, pues no faltará el que, al mejor estilo de una foto “yo estuve en…”, quiera medir sus posaderas y delirios de grandeza con las cualidades del líder revolucionario.

Algunos expertos podrán argumentar que se trata de un objeto de “alto valor histórico”, puede que sí. No lo discuto. Pero para mí no fue sino la diana de las flatulencias de Zapata en sus largos peregrinajes por los caminos aztecas. Ignorante, me dirán otros, pero pregunto: ¿Qué más se podría esperar, después de engullir unos tacos con frijoles refritos y mucho guacamole, yendo a todo galope, persiguiendo o huyendo del enemigo?

Por eso la silla, descrita por Joaquín Ibarz, corresponsal en México del periódico catalán La Vanguardia , “de plata repujada, latón, telas y cuero”, me lleva a viajar en el tiempo y pensar en la posibilidad de un museo de lo inútil. Un museo en el futuro de cosas utilizadas por líderes y presidentes en el mundo contemporáneo, solo para demostrar cuán humanos somos. Cuán estúpidos seremos. Y qué tontos fuimos.

Sí. Un lugar donde quepan todo tipo de despropósitos y de materiales que buscan enaltecer a un ser de carne y hueso. Un chéchere o viejera, como le dicen en Colombia, cuyo fin normal sería el trasto de la basura o un ‘Mercado de la Pulga’, en Bogotá, o un ‘Mercat dels Encants’, en Barcelona; pero que, con la vanidad y el “sentido histórico” sumados, queda para glorificar a una persona. Un transeúnte por este mundo, como todos las demás, común y corriente, como usted o como yo, de carne y hueso. Eso sí, con algo más de prensa.

De mi parte, votaría para estuvieran, en una especie de ‘Sala Colombia’, y para que los vayan guardando de una buena vez, y así evitar imitaciones chinas, el sombrero aguadeño del presidente de Colombia, Álvaro Uribe; el smoking que usó -hecho a la medida de uno de su hijos- y que le quedó pequeño, en una de las tantas recepciones con el rey Juan Carlos; y la toalla de Manuel Marulanda Vélez, ‘Tirofijo’, el fallecido ex comandante de las Farc, que aparecía en alguno de sus hombros, como una de sus más cercanas consejeras…

¿Usted que pondría? Si no se anima, a modo de ejemplo, le puedo sugerir que la sudadera (o chándal) Adidas con la (el) que Fidel Castro aparece cada tanto, tras su larga enfermedad, es una buena opción. ¿Tiene más sugerencias? Pues entonces, ¡escriba!

Cósmico (Doraemon):”Sueño con comerme al ratón Mickey”

Sincera. Con esa palabra se resume la charla que tuve con el Gato Cósmico, como lo conocemos en Colombia, invitado especial al XIV Salón de Manga en L’Hospitalet, distrito en el sur de Barcelona, a 20 minutos del centro, en la Línea 1 del metro.

Gracias a que se cumplen 15 años de ser emitido en la televisión de España y a que recientemente, Doraemon, como lo conocen acá, fue nombrado por el ministro de Asutos Exteriores del Japón, Masahiko Komura, como “embajador” del animado de ese país por el planeta, el gato fue la estrella de la reunión.

Con su pelo azul, ojos grandes, boca roja y su bolsillo en la panza, de donde saca cuanto objeto sirve para salvar de apuros a Nobita en la serie animada, el felino se tomó un instante, entre tanto visitante, y nos recibió para maullarnos detrás de bambalinas. Eso sí, más allá de sus mil capítulos en TV y sus cuatro películas en la pantalla grande.

¿Cómo recibe el nombramiento de “Embajador del anime” que le hizo el gobierno japonés y que le da licencia para viajar por el mundo dando a conocer este género?

Es un honor, pero también es el reconocimiento a una larga carrera. No soy nada diplomático y siendo sincero, eso de trabajar para el Estado, es bueno; más en estos tiempos de crisis económica. También necesito descansar, quizás escriba mis memorias, y qué mejor que un cargo como éste, donde solo hay que viajar y poner la cara. Nada mal. Estoy un poco saturado de las grabaciones. Esto no es fácil, sino pregúntele a Tom, que lleva más que yo en el mundo del espectáculo y no ha podido con Jerry.

A propósito, habla con sus colegas del oficio…

Muy poco, por ahí nos ronroneamos algo, pero cada quien hace lo suyo. Una vez nos encontramos para la entrega del premio Catstar (se entregaba al mejor gato del entertaiment, pero al no tener apoyo económico se dejó de hacer en 1977) con Silvestre (de Piolín), con Tom (de Tom&Jerry), y yo les traté de aconsejar para que armaran sus propios programas, para que dejarán de perseguir animales tan insignificantes, como sus partners, pero lo tomaron a mal. Ni modo.

¿Lo mismo le aconsejaría ‘Snowball’ o ‘Bola de nieve’, en Los Simpson? Ese un gato que se ha ido consiguiendo su lugar en la serie…

No, a Matt (Groening), le diría, como ya se lo hice saber una vez que nos encontramos en una playa nudista en Malibú, que la clave y renovación de Los Simpson está e darle más vuelo, y porqué no, su propio show, a Itchy&Scratchy. Creo que aquí en España le llaman Rasca y Pica. Esta miniserie, que ven Bart y Lisa en la TV, reúne todo para ser un éxito del animado: violencia moderada, el clásico enfrentamiento entre el bien y el mal, y algo de sangre. Ahí está la salvación, Matt. Es que sabe que me pasa, cuando veo un capítulo de Los Simpson, así sea nuevo, siento como si ya me lo hubiera visto antes.

Hablando de Los Simpson, como ellos, muchos dibujos animados (Mickey Mouse, Winnie the Pooh, Pato Donald y Bugs Bunny) ya tienen su estrella en el Boulevard de la Fama, en Hollywood, ¿no siente qué hace falta la suya?

¡No! A mí lo que me hace falta es una gata siamesa y una buena lata de comida. Con eso, estoy contento. Además, en Estados Unidos todavía no olvidan Pearl Harbor.

Algunos expertos de los animados opinan que usted es una mala copia de Félix, el gato, ese personaje de pelaje negro y risa aguda, que brilló desde 1919 y que se autodefinía como “Félix, el único, único gato”, ¿qué opina de esas críticas?

Nunca le he parado la cola a ese tipo de comentarios. Además, el hecho de que yo tenga una bolsa en mi panza y que Félix tuviera una maleta, de las que saquemos cosas, es una casualidad argumental. Además, sabe una cosa, los críticos están un escalón antes en la Teoría de la Evolución de Darwin. Luego de ellos sigue el mono y, finalmente, el ser humano.

… y en esa Teoría de la Evolución, según usted, ¿dónde están los gatos?

El hombre fue el borrador del gato. Lo que pasa es que a nosotros nos gusta el bajo y rastrero perfil.

Aprovechando su sinceridad, se dice que en un momento, por allá en los años 80, estuvieron a punto de terminar la serie por sus disputas y egos con Nobita…

Él nunca supo que su trabajo era secundario. La estrella del programa era yo. ¿Acaso en Colombia, donde lo trasmitieron durante casi 10 años, lo tradujeron como Nobita Cósmico? No, allá se llamó El gato Cósmico. Otro ejemplo es que acá, en España, no le llaman Nobita sino Doraemon, que es mi nombre artístico. ¿Alguna duda?

¿Qué le dice esta letra: El gato que está triste y azul…?

Es una bonita balada del brasileño Roberto Carlos, no el jugador de fútbol sino el cantante, pero me quedo con El gato volador, de El Chombo; o El gato y yo, de Amanda Miguel; y Mi gato y yo, de Rosario. Cada una para hacer lo que quiera.

Ya que lo tengo aquí, ¿de dónde salió la creencia de que si uno se cruza con un gato negro, eso significa mala suerte?

No sé exactamente, pero esa mala prensa se la dio Édgar Allan Poe, con su cuento Gato negro, creo que tuvo que ver mucho eso.

Para usted, ¿cuál es la mejor película animada de todos los tiempos?

Pensaría en Hormiguitaz o Hormigaz de Eric Darnell y Tim Johnson, con voz de Woody Allen, pero quedaría como un intelectual de caricatura. Sacando las cuatro mías, para no pecar de prepotente y arrogante, y para no dejar al gremio por fuera, diría que El gato Fritz, una obra de arte sobre la decadencia de ser y del hacer.

En estos 40 años de existencia, en estas casi cuatro décadas de estar en el mundo de entretenimiento, ¿qué le queda por hacer a usted? ¿Tiene algún sueño por cumplir?

Sí, sabe que no hablo mucho de eso, pero se lo voy a decir sin tapujos: sueño con comerme algún día y de una buena vez al ratón Mickey.

Durante los cuatro días que duró el Salón de Manga, alrededor de 60 mil personas, incluyendo otakus -personas que visten y disfrazan como su anime favorito- de toda la región de Cataluña y sur de Francia, visitaron el lugar.

Un Nobel con aires de personaje literario

 

Gao Xingjian

 

Cuando vi por primera vez a Gao Xingjian, durante la apertura de Kosmopolis 2008, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), de inmediato me dio la impresión de haberme encontrado con Satoru Nakata, ese personaje que tan bien describe el novelista japones Haruki Murakami en su novela Kafka en la orilla .

Y aunque el primero, el escritor y pintor, es un chino real, de carne y hueso, nacionalizado en Francia; y el segundo, Nakata, es un japonés de ficción, creado por Murakami para su novela, estoy seguro de que los dos guardan una semejanza. Un algo que los une y los hace ver como uno solo. Un sentir y ser que no solo está en el ver oriental de sus miradas.

O, por lo menos, eso fue lo que me quedó al oír y ver al premio Nobel del año 2000, en la jornada inaugural de la cuarta edición de lo que los organizadores llaman -y vaya si tienen razón-: “la Fiesta Internacional de la Literatura” (En otra actualización de blog, hablaremos de ello).

Esa noche, bajo una gran pantalla que anunciaba el quid, eslogan, leit motiv o como quieran llamarlo de Kosmopolis 08: “Escritores por el cambio”, con su pelo negro, blanco y gris; y vistiendo chaqueta y suéter negro, Gao Xingjian se subió al escenario. Pero a quién vi y escuché fue a Satoru Nakata.

Con un francés nada achinado, hablaba claro. No llevaba la bolsa de lona con sus pertenencias y su termo para el té, y no estaba Hoshino, el hincha de los Chunichi Dragons, que lo acompañó y siguió desde Tokio a Takamatsu en Kafka en la orilla. Pero Xingjian, con la misma sinceridad que Nakata conversaba y se entendía con los gatos en la historia, habló y conversó con las personas que esa noche, a pesar del frío otoñal, llenamos el recibidor del CCCB.

Entre frases sencillas y tranquilas, como si su fuera un apóstol del slow speak, para que el que escucha asimile y entienda de la mejor manera, el escritor chino contó, entre otras cosas, como durante la revolución cultural en ese país, fue enviado a trabajar diez años en el campo.

“En ese tiempo -dijo-, solo tenía la noche para escribir. Muchas veces lo hacía en la cama, iluminadome con cualquier vela o linterna. Y como eso estaba prohibido, en varias ocasiones, para que no me descubrieran, me tocó romper y destruir mis papeles”.

Pero su charla discurso no se quedó en eso. También, con la sencillez y el sentido común que le da a Nakata el andar desmemoriado, el Nobel argumentó, eso sí, con buena memoria, el porqué no cree que la obra de un artista deba estar ligada al compromiso político de querer cambiar el mundo.

El Nobel de literatura del 2000 (izq.) en Kosmopolis 08, Barcelona.
El Nobel de literatura del 2000 (izq.) en Kosmopolis 08, Barcelona.

“El trabajo de quien escribe -explicó- es tocar esos temas que los políticos no mencionan, ser un testigo directo de la condición humana y llevarla al papel, al lienzo, al vídeo, al cine. Por eso todavía leemos a Shakespeare o a Cervantes y no los discursos de los líderes y políticos mundiales. El papel de cualquier artista es despertar conciencias”.

Precisamente por llevar a la práctica esa idea, el autor de obras como La montaña del alma y Libro del hombre solo huyó de su país en 1988, donde fue acusado de “contaminación intelectual”. Allí, según él, sus trabajos no tienen ninguna difusión y su nombre no menciona para nada.

“Mis obras siguen censuradas en China y he sido borrado de la lista de ganadores del Nobel”, le contó el autor al periodista Josep Massot, en un artículo de La Vanguardia de Barcelona.

Sin embargo, tras una cara redonda con arrugas delgadas, que apenas se asoman y juegan alrededor de sus ojos; y una sonrisa que deja ver más su timidez que la felicidad, Xingjian, a los 68 años, camina por el mundo. Va de galería en galería, colgando sus lienzos, mostrando sus vídeos -“despertando conciencia”, me repitó-. La razón de su vida, tanto como caminar, es esa, crear. Despertar conciencias.

Tal vez de ahí que se me haya parecido a Satoru Nakata. Porque mientras Xingjian maneja el poder de la palabra y la creación con sus pinturas, sus obras de teatro, sus libros y vídeos, y con esto despierta conciencias; el viejo japonés de Kafka en la orilla tiene el don de la tranquilidad y la pausa, y además puede hablar con los gatos. Eso sin decir que, gracias a él, en la novela, Hoshino termina siendo otra persona.

Cuando la charla termino, lo vi quitarse el micrófono. Levantarse, oír con atención y darle la mano a una que otra persona que se le acercó. Luego bajó del escenario, se tomó una foto con uno, dos… tres admiradores. Al final, las puertas del ascensor se abrieron, él dio un paso adentro y no lo vi más. Quizás, esa noche, volvió a las páginas de donde había salido antes.

El día de los muertos vivientes en Sitges

Pendones del Festival de Cine de Sitges
George A. Romero no llegó a Sitges el 10 de octubre. Sin embargo, a plena luz del día, aún sin que la oscuridad de la noche cayera sobre este otrora pueblo de pescadores, 36 kilómetros al sur de Barcelona, un ejército de zombies, vestidos de harapos ensangrentados, arrastrando los pies, de mirada perdida, y con ganas de satisfacer su dieta alta en carne y cerebros humanos, se apoderó de las calles y playas de esta ciudad sobre el Mediterráneo español.
Yo también quiero cerebro... ñam, ñam, ñam...
Romero no aterrizó en Cataluña, pero esas criaturas, que se suponen muertas y que han vuelto a la vida sin voluntad propia, sí. Esos monstruos que el mismo director estadounidense sacó de la oscuridad eterna, con su película La noche de los muertos vivientes de 1968, recorrieron a pie la distancia que separa al edificio Miramar del hotel Melía, en Sitges.
“No nos hacemos responsables de las mutaciones durante este día. Está permitido todo”, dejó salir de su boca, durante la salida, Juan Manuel Pastor, encargado de organizar la caminata, en la que participaron más de mil personas, durante la edición 41 del Festival Internacional de Cine Fantástico que tuvo lugar del 2 al 12 de octubre, en esta ciudad.

Y de verdad, todo estuvo permitido. Desde la Plaza del Ayuntamiento, con un cielo azul y un sol que tampoco se quería perder de este horror, fueron caminando momias embadurnadas de lodo, parejas bañadas en sangre, hombres sin cabeza y niños con tres ojos. Todos querían comer a cuanto humano se les atravesara. Estaban dispuestos a morder cuellos y cabezas. Y, sin ninguna regla de protocolo en la mesa o mejor, en la calle, roer fémures y omoplatos para chupar la esencia que les devolviera, poco a poco, más vida.

Así lo hicieron.
Aunque eso solo se dio en la imaginación de los que seguimos este género fílmico, pues en la Sitges que vimos, todo era fiesta y cerveza. Hasta un grupillo rezagado de gente se animó a gritar: “Los muertos somos más… los muertos somos más”, mientras la marcha seguía su camino y el horror se desplazaba arrastrando los pasos. Uno a uno. Uno tras otro.

Pareja de zombies... ni la muerte los separó.

 

No era para menos, pues la celebración de los 40 años de la película que el American Film Institute tiene en el puesto 93, entre las 100 mejores de la historia, y que el Congreso de E.U. nombró “significativamente culturalmente”, que fue rodada con un presupuesto de 114 mil dólares y que dio pie para cientos de pelis , no se podía enterrar como un cadáver sin nombre en una tumba desconocida.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Una de las asistentes, la crítica de cine Magdalena Navarro, entre la nube de muertos hechos a punta de pintura blanca y sirope de chocolate, atinó a decir: “Lo que da miedo de los zombies, y que los diferencia de otras pesadillas, es que absolutamente cualquiera puede convertirse en uno de ellos. No importa cuán buena persona fue cuando estaba vivo, o lo mucho que quisiera a su madre; una vez vuelva de entre los muertos, lo único que querrá hacer es comérsela. De ahí el terror en el ojo del espectador”. De ahí que el género siga vivo en la pantalla grande.


Entre ellos, también estaba Bill Hinzman, asistente de cámara en la cinta original y director de fotografía en la versión de 1990. “Estar entre estos muertos es maravilloso”, comentó con su cara de Frankestein. Según Hinzman, Romero no pudo llegar por estar rodando, precisamente, en Canadá, un nuevo filme: The Island of the Living Dead. “Tuvo que cancelar su viaje a última hora. Es una lástima, porque se hubiera divertido más que cuando filmamos la primera versión”, agregó. Y razón tenía.

Tras el paso mortuorio quedó un rastro de sangre y vísceras. Ese fue lo que vio la gente apostada a lado y lado de las calles Davallada, Porto Alegre, Fonollar. Hasta el Rincón de la Calma, antes de llegar a la iglesia de Sant Bartomeu y Santa Tecla, perdió su habitual silencio con la macabra procesión. La marcha, encabezada por un hombre sin cabeza, subió al Mirador de Miguel Utrillo i Marlius. Luego bajó al Paseo de la Ribera, para perderse entre los bañistas que a esa hora tomaban el sol en la playa La Fragata. Uno que otro muerto aprovechó el momento para hacer lo mismo y darle un tono más oscuro a su piel amarillenta.

Luego, en esa misma playa, zombies y vivos gritaron –otra vez y más fuerte y cón más voces unidas-: “Los muertos somos más!”. Después el halo de muerte se incrementó con la música de los grupos españoles Motorzombis, Dulcamara, Eyaculación Post Mortem, Secret Army, Brioles y Los Tiki Phantoms.


 

 

 

 

 

 

 

 


 

Y aunque todo esto se planeó ese día, en la ciudad, para rendirle un homenaje -que pretendió salir del cementerio de Sitges, pero que el Ayuntamiento por respeto, no dejó-a Romero y su filme, al cumplirse 40 años del estreno, el cineasta no apareció. Quizás al miedo de verse rodeado de tanto espanto, venido desde todos los rincones de Europa, lo hizo desistir de la idea. A pesar de su ausencia, los muertos volvieron a salir de sus tumbas y, sin importar la caída, ese día, de las bolsas en las principales capitales del mundo, marcharon y demostraron que están muy vivos. Y su cine, mucho más. Descansen en paz, para que regresen a comer. Los estaremos esperando. Eso sí, sentados en una silla, en la oscuridad de una sala de cine, teniendo en mano la única arma que como espectadores tenemos para enfrentarlos: las palomitas de maíz.

Anexo: Recomendaciones para defenderse de un zombie. Recuerde que como estos seres ya están muertos, es difícil matarles. Por eso lo mejor es un golpe directo y fuerte a la cabeza, tipo dejarles caer un yunque u otro objeto pesado, que se las destripe y las deje como un sánduche. Si tiene una escopeta, revólver o pistola a mano, los expertos en este tipo de enfrentamiento recomiendan un disparo (varios, si es necesario) en la frente. Con eso dejaran de querer asestarle una mordida a su cerebro… otros prefieren chamuscarlos hasta convertirlos en cenizas. En usted está que no se dejé morder y convertirse en uno de ellos.

Ver más fotos y otro lado de la historia en:
http://www.facebook.com/album.php?aid=56693&l=65cb9&id=584761639