Berlín: la ciudad de los mil rostros

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La capital de Alemania es una ciudad que lo ha vivido todo. El esplendor del imperio, el brillo de los años 20, el terror de la guerra y el renacimiento de entre sus cenizas. Mezcla de arquitecturas, idiomas y razas, Berlín es la ciudad menos alemana de Alemania, pero la más europea de Europa. Un destino para caminar mientras de fondo suena el Where Are We Now de David Bowie.

>Publicado en DONJUAN #74
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Viena, ciudad de cafés y mucha historia

Mozart, Freud, Klimt, Orson Welles… los genios siempre pasan por Viena. La capital del antiguo imperio austrohúngaro es una de las grandes joyas de la humanidad. Sus andenes respiran historia.

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La vía férrea que une a Budapest y Viena tiene casi 300 kilómetros. Durante los dos primeros tercios del recorrido, el Railjet (tren de alta velocidad) serpentea paralelo a la línea imaginaria que divide Hungría de Eslovaquia, a través de campos sembrados de trigo, girasoles secos que agachan la cabeza ante la inclemencia del verano y modernos molinos de viento que generan energía eólica. Sí, afuera hace viento y voy en el vagón número 22 de un tren que se dirige al centro de la que fuera una de las grandes potencias de finales del siglo XIX y comienzos del XX.

Hay muchas formas y caminos para llegar a Viena, la antigua capital del Imperio austrohúngaro. Pero si se busca vivir una experiencia única, partir desde Budapest es una alternativa superlativa, para tratar de medir e imaginar cómo sería el país durante su esplendor, regido por los Habsburgo, en sus más de 600 años de dominio.

Dos opciones se tienen al alcance de la billetera. La primera, tomar un ferry o barco deslizador sobre las aguas del Danubio, que por 100 euros y en cinco horas, en sentido contrario a la corriente del río, pasando primero por Bratislava (Eslovaquia), lo dejará, aguas arriba, en la ciudad imperial de los cafés. Todo un viaje que lo hará sentir James Bond en misión secreta para su majestad.

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La ruta del fútbol en Barcelona*

Barcelona es una ciudad turística. Hay rutas para todos los que llegan: ruta modernista, ruta literaria, ruta del vino, ruta cinematográfica, ruta medieval, ruta de bodegas, ruta de cementerios. Y, gracias a los títulos del equipo dirigido por Pep Guardiola, y al moderno estadio del Espanyol, en Cornellà-El Prat, se podría tejer una línea imaginaria que conecte a estos dos puntos, para aprovechar una visita de 48 horas y dedicársela solo al fútbol. Haga una pared con la ciudad y grite gol.

La sensación que todavía recuerdo de la primera vez que entré al Camp Nou fue de mucho frío. Entré para ver un partido de fútbol, F.C. Barcelona-Getafe C.F. El resultado fue un empate a un gol: Manu, por el visitante, y Keita, por el local, anotaron los tantos. Recién había aterrizado en la ciudad ese otoño. Se jugaba la Liga 2008-2009 y el equipo dirigido por Josep Guardiola, aún con pelo y en su primera temporada, comenzaba su camino hacia la cima del fútbol mundial.

Hoy, cuatro años después, con la friolera de trece títulos en sus vitrinas (catorce si ganan la Copa del Rey), conseguidos durante este tiempo, el F.C. Barcelona, Pep Guardiola y Lionel Messi han hecho de la capital catalana un nuevo y obligado destino para todo hincha del balompié. ‘La Meca’ de este deporte. Una ciudad que todo amante del gol, como máxima manifestación del fútbol, para confirmar su fe frente al balón, debe visitar al menos una vez en su vida.

Así Barcelona, esta ciudad sin río pero con el Mediterráneo como cómplice, por la que desfilan un sinnúmero de personas todo el año, sin importar que haga frío, llueva granizo, suba la temperatura o caiga nieve, se ha sumado como el cuarto punto cardinal que le faltaba al eje futbolero que conforman Buenos Aires, Río de Janeiro y Londres. Ahora sí, los cuatro punto cardinales que le señalan el camino a peregrinar a cualquier hincha, forofo, tifossi o torcedor, de estadio en estadio, de cancha en cancha, están completos.

Si a Buenos Aires la desborda la pasión con que se vive el fútbol; y Río de Janeiro siempre es una fiesta carioca alrededor de la pelota y el Maracaná; y Londres es una cita fija para ver campos con vida y estadios con personalidad, en cada barrio, donde todo huele a césped recién cortado; Barcelona es una oda al fútbol y en sus calles también se vive y respira ambiente de vestuario, clima de partido.

Hacerse a una boleta de fútbol es fácil. Se compran por Internet, bien sea para ver a los azulgranas del F.C. Barcelona en el Camp Nou o a los blanquiazules del R.C.D. Espanyol en el estadio de Cornellà-El Prat, con precios desde los 30 o 40 euros. Claro está, para visitas de mayor abolengo, tipo Real Madrid, en caso de partido contra los culés, un tiquete puede llegar a costar 800 o 1000 euros en la reventa, por las calles alrededor del estadio. Así que si está preparado y lleva ese dinero en su billetera, no se preocupe por comprarla de forma anticipada a través de la red. Llegue con tiempo pero no intente regatear mucho. Como dirían en catalán “Tu mateix” (“Tú mismo”). Los revendedores son duros y duchos en el asunto, siempre le dirán que si no se la lleva, esa boleta les durará poco en sus manos.

Antes del partido es religioso un buen vermut, acompañado de aceitunas o anchoas, tortilla de papa y un crujiente sánduche de jamón ibérico. Este avituallamiento lo dejará a tono para aguantar los noventa minutos y correr más que Messi y Ronaldo juntos. La tradición no se improvisa. ­­­

Pero si no tiene, durante su visita, la suerte de una fecha de la Liga o eliminatoria de la Copa del Rey, tómeselo con calma, como si fuera a patear ese penal que decide un campeonato. Nada mejor, para empezar su recorrido, que un itinerario más íntimo y  personal, desde los lugares fundacionales de los clubes y rivales en la ciudad.

En el caso del los culés, una pared en el barrio el Raval, en la intersección de la calle Montjuïc del Carme y la calle Pintor Fortuny es el sitio para dar el punto de salida. Allí, junto a la nomenclatura en mármol que identifica el lugar, está la placa recuperada del antiguo gimnasio en el que Hans Gamper fundó al Barça. La placa la fijaron en homenaje a los cien años de creación de club, que se cumplieron en 1999. Fue en el mismo edificio, pero con otra fachada, cuando la fijaron primero en 1974.

En cuanto a los periquitos, así les dicen al equipo, hinchas y todo cuanto tenga que ver con el Espanyol, la plaza en honor a su fundador, Ángel Rodríguez, está ubicada en Sarriá. Es un desangelado lugar, detrás del Colegio Mayor Sant Jordi. Lo interesante del asunto es que está en medio de “Tierra Santa” futbolera. Pues es el mismo lugar que ocupó la cancha que fue propiedad del club entre 1923 y 1997, el campo de Sarriá.

Un estadio levantado en el triángulo de la avenida del mismo nombre, la calle General Mitre y la calle Doctor Fleming, que fue demolido para vender el terreno y pagar las deudas que acumulaba el club. Y si esto no le atrae como para pasarse por el parque y los cuatro o cinco conjuntos de edificios que lo rodean, quizás el hecho de saber que allí, sobre ese mismo terreno, Italia venció a Brasil, durante el Mundial de España 1982, por marcador de 3-2, en uno de los mejores partidos en la historia de los mundiales, le haga tomar el impulso necesario para pisar la misma hierba por la que corrieron Zico, Sócrates, Eder, Junior, Falcao y el gigante Serginho.

Con tiempo, puede cruzar la avenida de Sarriá y llegar hasta el bar Sarriá 82. Allí, mientras se toma una cerveza y se come un sánduche de chorizo, podrá escuchar en la voz del barman cómo eran los domingos de fútbol en el barrio. Talvez le cuenten más anécdotas de la tarde del verano de 1982, cuando los tres goles de Rossi mandaron de regreso, a Suramérica, a la mejor selección de fútbol de Brasil desde el Mundial de México 1970. Sí, más historias en viva voz de la tarde cuando los tres goles de Paolo Rossi catapultaron a la Italia de Enzo Bearzot hasta el título de ese campeonato.

*(Para seguir leyendo haz clic aquí, en DONJUAN (# 65, junio, 2012)

 

Bucarest en 48 horas

En la capital rumana hay algo más que fútbol, recuerdos de un dictador comunista y de la plasticidad de Nadia Comaneci.

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La fila era larga. Esperé y me hice en el último lugar de ese gusano de personas. Debajo del Bine ati venit, que daba la bienvenida en rumano, escrito en letras amarillas sobre el muro, cada uno iba pasando para ser recibido en un cubículo por dos agentes de inmigración. El tarjetero de Free Cards estaba vacío.

Minutos antes había aterrizado en Bucarest. Y mientras llegaba mi turno, pensaba cómo sería este lugar hace 20 años, cuando la revolución de 1989, que estalló en Timisoara -al occidente de Rumania-, alcanzó la capital rumana para derrocar al gobierno comunista de Nicolae Ceaucescu, terminando así con cuatro décadas de influencia de la ex Unión Soviética en ese país.

¿Cómo sería entrar a uno de los últimos miembros de la llamada Cortina de Hierro? La oficial indicó que me acercara a su cubículo. Este gesto me sacó de la historia que estaba tejiendo en mi cabeza. En ella, este periodista era un espía de una novela de Tom Clancy, en una misión en Bucarest, durante la Guerra Fría.

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Sonríe… estás en Barcelona

“Un puerto sin putas es como un puerto sin mar. Antes de que esta ciudad tuviera nombre, ellas ya estaban aquí”. Así, tajante, se expresa Antonio. No hay rabia en su rostro a esa hora de la mañana sobre el Paseo Marítimo del barrio La Barceloneta. Y menos tiene rencor sobre la noticia que lee en El Periódico y que cuenta de un operativo en otro barrio de Barcelona, El Raval, para cortar de una buena vez con la prostitución en la ciudad.  “Como si se pudiera”, añade.

Lo que respira y se nota en este pescador, que viste jean, chaqueta oscura y bufanda vino tinto, es sentido común. El mismo que le hace caminar mientras observa detenidamente el Mediterráneo. De algo más de 70 años, el viejo se toma su tiempo. No lleva prisa o no conoce esa palabra. Después de dejar El Periódico, da uno, dos, tres y hasta cuatro pasos, luego se detiene para que el sol caliente su piel.

Sin ninguna extrañeza me mira. Y como si fuéramos dos viejos amigos en La Barceloneta, su barrio, me pregunta qué hago allí. “Tengo que contar una historia de 48 horas en Barcelona”, le respondo al tiempo que se voltea y pone la cara al sol, con sus manos atrás. Mira al mar como un filósofo que busca respuestas o un inmigrante que recuerda otras tierras.

“Yo llegué siendo un chaval y le puedo asegurar, siendo fiestero y todo, que solo he vivido la ‘B’ de la palabra, a esta edad, me falta el ‘…arcelona’”. Se ríe y muestra dos oquedades sinceras. Luego se queda callado y sigue su camino. No se despide. Quizás, como todo marinero lo sabe, siempre habrá otro puerto. Otro lugar para cruzarse.

Antes de que se vaya le pido tomarle unas fotos, pero me dice que su cara son las palabras. Que esas, ya las mostró. Sin embargo, en una imagen queda él y, de fondo, un polémico hotel que construyen en esta playa. Tiene forma de vela. De “mamotretro y forúnculo” lo tildan en la prensa local. “De los 178 metros pensados al comienzo, la construcción invasora, que ha subido el ánimo de los vecinos, se quedó en cien”.

Pasado y futuro de una ciudad llena de contrastes. De una ciudad que, quizás como una de las putas de la calles Sant Ramón, Sant Pau y Robador, en El Raval, se vende por necesidad y no por gusto. De una ciudad que se ofrece al turismo para ser visitada pero que sus habitantes más arraigados están cansados de los ‘guiris’ y su fiesta. Que no es otra cosa sino ruido. De un lugar cuyo Ayuntamiento es capaz de pagar, se dice, un millón de euros, para que Woody Allen filmara por sus calles y pusiera en el título de su penúltima película el nombre de la ciudad.

Así quieren venderla. Buscan que más gente venga de visita, de paseo, o para invertir en ella. Para eso ya se terminaron las obras de ampliación en el aeropuerto de El Prat. La nueva terminal tiene el tamaño de 82 campos de fútbol. Cuatro mil trabajadores de 56 nacionalidades trabajaron en el proyecto. De esa manera, podrá recibir 70 millones de pasajeros al año. Cifra que comenzará a sumar a partir del verano de 2009, cuando abra sus puertas y pistas. Cuando aterricen más turistas.

Y es que ya no se sabe quién es de afuera y quién de adentro. “A mí madre, que ha vivido toda la vida aquí, el otro día le quisieron cobrar 10 euros por entrar a la iglesia donde siempre ha ido a rezar”, me cuenta uno de los vecinos en Can Maño. Por eso ya hay una iniciativa, sacar una tarjeta que los haga tener derechos por encima de otros. Una tarjeta tipo supermercado que les facilite la vida, en su barrio, a precio de lugareño.

Allí en Can Maño, un pequeño restaurante con no más de quince mesas, al que un crítico de cocina lo definió como “un monumento a la honestidad” -para qué escribir más-, y al que llegué solo siguiendo las indicaciones de los camioneros de Colombia, “come donde veas a la gente del lugar”, pedí un pescado al ajillo en aceite de oliva. Lo que en cualquier restaurante de Barcelona podría costar cuatro veces más, sin tener la misma calidad, aquí lo sirven por cuatro euros y además, tiran –literalmente-  algo de pan y ponen una botella de vino tinto que puedes tomar a tus anchas.

Comida casera para viajeros, no para turistas, con tiempo para oír y contar historias. Como la de ellos mismos, el padre y los hermanos Montolio, que compraron el lugar, un bar venido a menos, pero que siguieron con el mismo nombre y no le pusieron carteles o anuncios en la fachada “para guardarle respeto al dueño anterior”. ¡Honestos! Tanto que una de las comensales, con rasgos orientales, al terminar, no duda en sacar su violín y brindarles su música. “Es la mejor de las propinas”, dice Bernardo Montolio cargando a su nieta, tras el mostrador.

Quizás uno de los grandes hechos para que Barcelona no sea la ciudad de sus habitantes sino la de una horda de gente que viene, sale de juerga, y se va, fueron los Olímpicos de 1992. Desde que la llama se apagó, con la clausura de los Juegos en el verano de ese año, la Ciudad Condal ya nunca fue la misma de antes.

 

Muestra de ello es el Puerto Olímpico. Allí también se come bien. Pero se paga más en lugares como La Fonda, El Tinglado o La Barca de Salamanca. Todo forma parte de La Villa, construcciones elegantes, modernas y cuadradas que contrastan con la Ciutat Vella (Ciudad Vieja), y los legendarios barrios de El Raval, El Gótico y El Born; de calles que se pueden cruzar de un solo paso y donde los mapas ni los GPS funcionan, pues siempre la personas terminan perdiéndose en su mundo circular.

Hay otros sitios donde caminar es un gusto. Como el Paseo de Gracia. No tanto porque en ese lugar marcas como Adidas, Nike, Gucci, Louis Vuitton, Lacoste, Channel y Armani, tengan sus tiendas, o para ver cómo los migrantes africanos extienden sus mantas de ventas ambulantes e ilegales -siempre listos para huir de la policía-, sino por conectarse con la huella de Gaudí y la ciudad. Sello que va desde el Parque Güell, pasando por la Sagrada Familia, hasta los ‘panots’, baldosas hexagonales, diseñadas por el arquitecto catalán, que forman figuras marinas y están en todas las aceras del Paseo, entre la Avenida Diagonal y la Plaza Cataluña. Baldosas que muchos de los vistantes terminan arrancando para llevarse un verdadero recuerdo de la ciudad.

Allí, precisamente donde termina el Paseo de Gracia, frente al Hotel Barcelona, está Navarra. Un restaurante tradicional de comida española, tapas y montaditos, donde decido tomarme una copa de sangría por cuatro euros. A la vista de Salvador Dalí, con su bigotes en espiral, y su esposa Gala, de gafas oscuras y perlas, que toman cerveza San Miguel, en una de las fotos que adornan el lugar y certifican sus años en el negocio. Quien me atiende es Nico, un chileno que añora a su Colchagua, de la segunda división del fútbol, y su O’Higgins, de primera.

 

Con alrededor de 27 ó 28 años, este barman lleva cuatro en la ciudad. Sueña con regresar a su país y poner una cabaña en la playa de ‘Pichilemu’ (en lengua mapuche significa árbol o bosque pequeño). Nunca ha ido a un McDonald porque no sabe qué le están dando y de comida siempre prefiere un par de tapas y una caña. Precisamente, comenzamos y terminamos hablando sobre la diferencia entre montadito, pintxo y tapa. “Pues nada -dice en su chileno-catalán- montadito es pan y algo encima, que puede ser queso manchego, nueces, solomillo, jamón, o brochetas de langostino; pintxo, así le dicen en el País Vasco porque lleva un mondadientes que cruza los ingredientes; y tapa es algo cortado, en porción, como la tortilla de patatas”.

Sabiendo eso, ya nada importa. Camino por la Rambla. A esa hora de la noche hay menos gente. Tanto que me animo a pasar por La Boquería. Después de que la riada de turistas se ha ido, a eso de las 5 de la tarde, el mercado vuelve a ser el lugar para que los residentes hagan la compra. Antes es imposible recorrerlo. La caterva de ‘guiris’, como le dicen despectivamente a los visitantes, junto con el cardumen de japoneses, no dejan espacio. Estos últimos se mueven igual que los peces, van juntos a todo lugar y cuando cualquiera saca una cámara, los demás lo imitan. Van y vienen y si uno se mete entre ellos, pasa lo mismo que al nadar entre un banco de peces, se abren para protegerse y luego se vuelven a unir.

La noche crece y como es miércoles de ‘Champions League’, el lugar indicado para ir es el Temple Bar, en la calle Ferran. Como su nombre lo indica, un templo del fútbol y la barra. Una gigante proyección al fondo del sitio y dos pantallas planas sobre la barra, hacen de este lugar, el mejor sitio para ver el fútbol. Hasta tres partidos al tiempo se pueden seguir. Eso sí, al ritmo de una Guinness, Murphy’s o Foster’s. Cuando el Barcelona no juega de local en el Camp Nou, nada mejor que un bar de la ciudad para seguir al equipo azulgrana. “Es mejor que ir al estadio, porque allá solo venden cerveza sin alcohol”, dice un inglés que esa noche le hace fuerza a su Liverpool.

Con el paso de las horas, la panza necesita algo de comida. Antes de seguir la marcha en otro bar, y de esquivar a uno que otro indio que me ofrece la lata de cerveza a euro (producto que a veces cambian por rosas o, si el clima así lo pide, por paraguas) decido detenerme en ‘Menjar per emportar’. Un pequeño lugar en el Gótico, que se anuncia en cuatro idiomas como un sitio de comida paquistaní para llevar. Su especialidades: Falafel, Shawarma y Durum. Farud, su dueño, dice que lo que le hizo viajar hace 20 años a España fue, paradójicamente, el “pan y el hambre”.

A la vuelta, en la plazoleta George Orwell, está Bahía. Ahora llueve. Y como cosa rara, en la noche de Barcelona, la plaza está desocupada. No hay una sola persona en ninguno de sus tres ángulos. La lluvia ha hecho que la gente que se reúne en este lugar, se resguarde en alguno de los cinco o seis bares que dan a la plazoleta, que también se conoce como el ‘Trip’ o ‘Tripi’, no solo por su forma triangular sino por las pastillas que venden en las manzanas contiguas.

Bahía se destaca de los demás. La guía alternativa de Barcelona, que hace un personaje conocido como Mr. Gondonsky, lo  define como el bar de ‘La Guerra de las Galaxias’. “Es un lugar al que llega gente de todo lado, un extraterrestre se sentiría bien, porque las pintas y las caras son tan extrañas, que él pasaría desapercibido. Solo sería otro más en el Bahía”, dice y eso lo corrobora José, uno de los ‘barmans’ cuando me pasa mi tercera Estrella Damm, que pago a 2,40 euros. Esta noche, la holandesa Stephanie Ringes canta y estrena su disco ‘La Flamme Nocturna’ y todo vuelve a encender.

La noche termina, pero no la fiesta. Hay tiempo para ir a Poble Sec. El barrio donde nació y creció Joan Manuel Serrat, en la calle Nou de la Rambla está el Bagdad. Dicen los que saben, que noche sin sexo en la ciudad, así sea solo viéndolo, no sería una noche en Barcelona. Ni modo. El Bagdad es una institución y hay que visitarlo. Entrar no es cómodo para el bolsillo. Son 90 euros y 20 más para incluir algo de consumo.

 

Está abierto desde las 11 de la noche hasta las 6 de la mañana. Y claro está, no dejan entrar o por lo menos utilizar cámaras de video o fotográficas. Un cartel a la entrada lo anuncia y un ‘segurity-man’ lo certifica. Entre sus espectáculos eróticos se destacan el de Karina, la stripper contorsionista, o el de Melissa, la única mulata que le pone color y sabor brasileño al sitio.

Entre el público conozco a Max Cortes. Un catalán de 37 años, que recién recibió en Bruselas, en el festival erótico de la capital belga, dos estatuillas por su trabajo en el medio. “No veáis mis películas con palomitas”, me dice. “Ha actuado en casi dos mil cintas y dirigido 45”, me susurra su acompañante al oído.

Pero ya está bien… es de madrugada y el frío hace que la temperatura esté por los 5 grados. Decido tomar camino rumbo a casa, en el distrito de Horta-Guinardó. No sin antes pasar por el Marsella, en El Raval. Una cerveza en ese bar, que dizque fue fundado en 1820, no estaría mal. Allí se confirma perfectamente esa frase que dice un personaje en ‘La Sombra del viento‘, la novela de Carlos Ruiz Zafón, “como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas”.

Camino por la calle D’Espalter. En cada esquina, como si estornudaran, los ‘camellos’ (jíbaros o ‘dealers’) del sector me ofrecen de todo. ¡Hachís!, dice uno de ellos, entre dientes, a lo que irónicamente respondo: “¡salud!”.

Al llegar al cruce de la calle Sant Pau con Sant Ramón, la cortina metálica está cerrada. El Marsella no está abierto así que, definitivamente regreso a casa. Cuando comienzo el camino, mi mirada se cruza con unos ojos verdes. Son de una chica blanca, de unos 25 años, que me pregunta “¿vamos?”.

Le pongo cara de no haber entendido. Y ella, debajo de su pelo negro y metida en un pantalón fucsia, botas altas, hasta antes de las rodillas y protegida del frío por un suéter cuello de tortuga, es más directa: “¿quieres follar conmigo?”. “Es linda, de verdad”, pienso y solo le pregunto su nombre y su país. “Me llamo Crina y soy rumana”. Quizás como Barcelona, no se venda por gusto sino por necesidad. Me voy a dormir, recordando el lema de una campaña de la oficina de turismo de la ciudad: “¡Sonríe… estás en Barcelona!”.

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