El invierno de Paul Auster

Foto de Carles Mercader

A primera vista Paul Benjamín Auster da la impresión de ser un dibujo de Matt Groening. Ojos saltones, dos entradas sobre la cabeza que dejan ver más de su amplia frente, pelo hacia atrás, cejas arqueadas, nariz prominente, boca lineal y mentón con algo de sombra de barba lo hacen ver como si fuera otro habitante más del Springfield de Los Simpson.

El cuerpo alto, que muestra una incipiente barriga, más del trazo de Groening, viste hoy un pantalón negro, chaqueta y camisa del mismo color. Como accesorio, una bufanda vino tinto contrasta el tono oscuro de sus ropas. La tela cuelga de su cuello y protege del frío y del viento al escritor estadounidense (New Jersey, 1947), mientras los fotógrafos lo siguen con sus cámaras por el patio del Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona  (CCCB) hasta subir al mirador del edificio, en el quinto piso, desde donde se ven los tejados del antiguo barrio chino de la ciudad y el revoloteo de las palomas que pareciera que apuntan al cagar.

Con más de 30 obras publicadas, una variopinta suma de novelas, ensayos, poesía, cuentos y relatos, el ganador de, entre otros premios, el Príncipe de Asturias de las Letras 2006, y cientos de miles de libros vendidos en todo el mundo, es recibido y tratado como una estrella del rock. Hasta las gafas oscuras de piloto, que ocultan su mirada, lo hacen ver de esa forma. “Disculpen que no se las quite, su religión y la resaca así se lo impiden”, acota medio en serio-medio en broma su editor, Jorge Herralde.

Y pensándolo bien, Auster bien podría considerársele como un viejo roquero. No de guitarras o bajos, pero sí de teclear máquinas de escribir –no tiene computador–, que comenzó en el oficio cuando tenía 12 años. No es un rockstar de los que descabeza murciélagos con su boca, pero sí un escritor que hace lo mismo pero con la vida, a través de las obras que crea en sus historias. No es un músico, pero sí compone partituras mediante su literatura que se leen como novelas, relatos, guiones de películas, cuentos y hasta poesía. Aunque ésta últimamente la limite sólo para su familia y ocasiones que comparta con ellos en su vivienda del barrio Park Slope en New Jersey.

En una sola palabra, Auster es un artista en todo el sentido de la misma. Nadie mejor que él para definirlo. “Personas como yo, vivimos atormentados por lo que vemos y cómo no lo entendemos, ahí es cuando surge la enfermedad. Y la única manera de afrontar esa enfermedad es desahogándonos en el alguna forma de arte. Pero hay que tener claro que la escritura no sirve para curar heridas, acaso para tratar de comprenderlas”. Y eso precisamente es lo que trata de hacer en su más reciente libro, Diario de invierno.

Es de mañana en la capital de Cataluña. En el barrio el Raval las sombras se inclinan sobre sus dueños, gracias a un tibio sol. El frío gélido de hace unos días, que puso los termómetros debajo del cero y que nos hizo tiritar en la calle, como si estuviéramos confinado por Stalin en Siberia, se ha ido, pero a la ciudad ha llegado Auster para recordarnos que todavía es invierno afuera de nuestras casas. Para decirnos que aún hace frío afuera de nuestras vidas. Sí, porque adentro nuestro está el calor con lo que vivimos y creemos es lo correcto, pero afuera es invierno. Hace frío.

(Para seguir leyendo haz clic aquí, en Gaceta (El País, 11 de marzo, 2012)

Leave a Reply