La insoportable incomodidad del ser

El día 2 de mayo de 2016, siendo exactamente las 18 horas 57 minutos, mi buzón de Facebook en Barcelona, España, recibió el siguiente mensaje:
“Wílmar, extraño que te escriba si no es tu cumpleaños, ¿cierto? Pues bien, va esta propuesta: ¿qué tal si preparas un discurso a TU ESTILO para celebrar los 30 años de Comunicación Social – Periodismo de la Universidad Autónoma de Occidente, durante el megaencuentro de primíparos del siglo pasado? Centrándote, por supuesto, en la ‘era Champagnat’. Si dices que no, es tu problema; y si dices que sí, también es tu problema. Un abrazo.
El mensaje había sido firmado y enviado por un tal Eduardo Figueroa Cabrera. Lo confieso ahora: tardé mucho en escribir la respuesta al maestro Figueroa Cabrera, creo que fueron dos o tres semanas. Y es que no era tarea fácil resumir en un texto o discurso lo que el denominó ‘era Champagnat’. Haciendo un paralelo extremo es como que cojan a mansalva a cualquiera de nosotros y le pidan sintetizar en un párrafo alguna de las eras geológicas de la Tierra. ¡Qué levante la mano, en este momento, el que pueda resumir en una frase el precámbrico o el paleozoico!
Sí, era (y es) una empresa difícil el contextualizar en una disertación como esta la ‘era Champagnat’, pero cuando tuve clara una palabra, acepté el problema. Dije que sí. Y aquí estoy.

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Recorriendo ayer los pasillos, salones, calles aledañas y demás en Champagnat, confirmé que no estaba equivocado en condensar y centrar este texto en una palabra de cinco silabas: ¡IN – CO – MO – DI – DAD!
Sí, incomodidad. Ese es el vocablo que engloba y enmarca mi recuerdo de cursar la carrera de Comunicación Social – Periodismo en la Corporación Universitaria Autónoma de Occidente, con el código 917862, desde el año de 1991 a 1996. Eso sí, entiéndase en este caso puntual que incomodidad no es infelicidad ni sinónimo de amargura. Simple, pura y literalmente incomodidad. Dice el diccionario de la Real Academia Española de la Lengua que dicha palabra viene del latín incommoditas – incommodatis. Y en sus tres acepciones, los honorables académicos la definen de la siguiente manera:
• Falta de comodidad.
• Molestia.
• Disgusto, enojo.
La segunda acepción la amplían, agregando que es el impedimento para el libre movimiento del cuerpo, originada por algo que lo oprime o lástima. ‘¿Era Champagnat?’. Parece que el académico que redactó esto último hubiese sido uno de nosotros. Uno de los tantos estudiantes que pasaron la carrera en el viejo edificio, que perteneció a los hermanos Maristas, ubicado entre las carreras 29 y 31, y las calles 9b y 9c, en Cali.

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El término incomodidad me sirvió para hacer un juego de palabras con una novela que releo por estos días. Y por eso, este texto lleva como título La insoportable incomodidad del ser. Y es que si el escritor checo Milan Kundera hubiera formado parte de las generaciones de primíparos que ingresaron a la carrera de Comunicación Social – Periodismo de la exCorporación Universitaria Autónoma de Occidente, en Champagnat, que hoy nos juntamos para festejar otro reencuentro más, seguramente su obra de mayor renombre no llevaría la palabra levedad en el título sino otra: INCOMODIDAD.
Se imaginan al también autor de obras como La inmortalidad, La lentitud y La ignorancia, bajándose del Verde Bretaña 3 o el Verde Plateada 4, o de cualquier otro bus público cuya ruta lo acercara a la vieja sede universitaria. ¿Se lo imaginan llegando en su bicicleta Monark o en su Honda C-70, color azul, muy temprano, tipo 6 de la mañana, buscando una silla en cualquiera de los salones, para sentarse y esperar en la fila el turno para rellenar el formulario y realizar su matrícula del semestre. Tratando de evitar a maestros ‘cuchillas’ como Víctor Hugo Vallejo, Emma Osorio, Álvaro Nieto Hamman, Iris Cabra, o el mismo Figueroa Cabrera? ¿Se lo imaginan preguntando por el código de Lingüística 1, el de Taller de Expresion Escrita, Semiótica o Epistemología. O guardando el puesto a alguien que venía desde Buga o Popayán, o haciéndole la matrícula a su mejor amigo, que no podía llegar ese día, y terminaba matriculándolo en alguna Ingeniería o Economía?
¿Se lo imaginan comprando ese éxito de ventas, ese best seller, llamado Aprendizaje metodológico? ¿Se imaginan a Kundera leyendo ese libro y discutiéndolo en clase, con el décano Álvaro Rojas Guzmán, en pleno Salón de Conferencias del tercer piso, con la falsa pared de madera recogida para darle mayor capacidad?
Si el autor checo nacionalizado en Francia hubiera estudiado Comunicación Social (rayita) Periodismo en la CUAO de Champagnat, los protagonistas de La insoportable incomodidad del ser no hubiesen sido el medico Tomás y la camarera reinventada como fotógrafa Teresa. Ni la amante Sabina ni el amante Frank. Quizás los personajes principales de esa historia de amor fueran otros. ¿Por qué no pensar en un drama sentimental en la tercera edad, cuyos protagonistas fueran una vendedora de dulces y chicles apodada “la reinita” o “reinita” y un expendedor de cigarillos y otras cosas para fumar, apodado “Pacho”? ¿Por qué no pensar en ello? ¿Porqué no pensar y sumar a Mauro, el chico que cuidaba motos y bicicletas, psicólogo empírico, que hasta daba consejos de amor en el parqueadero, sin cobrar un peso?

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Si La insoportable levedad del ser está ambientada en la capital checa de 1968, cuando los tanques soviéticos reprimieron la llamada “Primavera de Praga”; La insoportable incomodidad del ser, esa novela de la que todos los aquí presentes seríamos extras con parlamento, estaría ambientada en la Cali de los años 80 y 90, cuando las burbujas traquetas invadieron las calles de la capital vallecaucana, dejando tras de sí una estela de plomo y miedo.
No está demás decir que en dicha obra habría más escenarios por los que desfilarían otros personajes, protagonistas de digresiones de la historia central. Uno de ellos sería Mauricio Mejía Benard, del código 92; que, si mi memoría no me falla, en el primer semestre de ese año, debido a su paraplejia, fue el primer estudiante de Comunicación Social (rayita) Periodismo en ingresar a Champagnat a bordo de una silla de ruedas. Imposible escribir una novela que se llame La insoportable incomodidad del ser, centrada en la ‘era Champagnat’ y no hablar de Mejía Benard. Fotógrafo superlativo y mejor poeta. La primera persona con movilidad reducida que se las arregló para sobrevivir cinco años o más en un edificio construido sin rampas, ni baños, ni ascensores, ni nada para gente en sillas de ruedas. Recuerdo que cuando le tocaba clase en el segundo o tercer piso, siempre pedía una mano a quien estuviera rondando por allí. A sus propios compañeros, que lo levantaban como si fuera un emperador en tiempos del imperio Azteca. Sin duda, Mejía Benard fue un héroe de esa época. Y digo fue, porque físicamente ya no está con nosotros. Murió exactamente hace un año, debido a una oclusion intestinal. ¿Pensar que una de las preguntas que se hizo el comité de admisión cuando Mejía Benard se presentó para estudiar la carrera en Champagnat fue: ¿Cómo se las arreglará para ser profesional e ir detrás de una chiva periodística? La incomodidad de tiempos pasados en toda su extensión.

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Fruto de esa incomodidad, que compartíamos, junto con el mismo Mejía Benard, de fotógrafo, Víctor Manuel Mejía Ángel y este servidor, en la edición, Carolina Echeverri más Juan Arbeláez, en la redacción, y Alfredo Cardozo, como Barman, creamos una publicación llamada El Gusano, cuyo lema decía: “La única revista que no tiene slogan”.
Viviendo esa incomodidad, con el mismo Mejía Ángel, Libardo Jiménez, Isabel Peláez y Perla Escandón, entre otros, fuimos parte del grupo de teatro, dirigido por Ramiro ¿Ovalle? Nuestro mayor éxito fue el montaje de una obra de Juan Rulfo: ¡Diles que no me maten! “¡Diles que no me maten, Justino! Anda, vete a decirles eso. Que por caridad. Así diles. Diles que lo hagan por caridad…”. En noches de calor incómodo, cuando la canícula en Cataluña es insoportable, todavía me despierto gritando esa frase, creyendo que soy el mismo Juvencio Nava de la obra de Rulfo.
De Nuevo con Mejía Ángel, Julían Henríquez, Óscar Duque y otros incómodos que no recuerdo, integramos Al filo de la realidad. Un grupo de estudiantes asociales elevados a la potencia ene, tanto que en las reuniones, en una casa del barrio San Fernando Viejo, cada uno ocupaba una habitación y tratábamos de comunicarnos, sin vernos, golpeando las paredes. INCOMODIDAD.
Esa palabra nos llevó también a formar un equipo: el glorioso Cerveza Fútbol Club, con Harold Casas, César Polanía, Juan Carlos Castro, Boris Abadía, Víctor Manuel Velásquez, Jorge Leonardo Duque y Carlos Valencia. Recuerdo los clásicos contra el otro equipo de Comunicación, el Vía Satélite de Pacho Muñoz, Gerardo Quintero, Juan Carlos Rojas, Mateo, Popeye, y José Antonio Bedoya. ¡Vaya clásicos!
Y si de incomodidad hablamos y tratamos de la ‘era Champagnat’, ¿cómo no incluir el Salón Múltiple? Ese inmenso rectángulo, templo del calor, bajo un techo de Eternit, un verdadero y literal hervidero de cerebros, con sus 40 grados a la sombra. Un santaurio del saber, de estudiar, sede de festivales universitarios de la canción, y de exposiciones, cuyo punto más alto, sus quince minutos de fama, fue la conferencia del vilmente asesinado Jaime Garzón. Charla que tiene una duración de una hora, treinta y dos minutos y cuarenta y tres segundos, que aún se puede ver por Internet. Y que todavía causa en algunos, muchos, incomodidad.

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Pero si dentro de la sede de la CUAO de Champagnat, la incomodidad andaba a sus anchas. Recuerdo compañeros llegando con máquinas de escribir en sus hombros para cumplir con la prueba de mecanografía de Expresión Escrita. Fuera del edificio, en los alrededores también se hacía presente. Las mesas del bar de Hugo eran muy pequeñas para reunir todas las botellas de cervezas que nos habíamos bebido un viernes. Ni hablar del poco espacio en El Bohío, que se improvisaba como bailadero. La incomodidad, resultado del efecto dominó, se extendía por todos los negocios que vivían por y para nosotros.
Hablando de Hugo, érase un hombre a una pipa pegado, y su bar, hago un inciso aquí para citar una frase del sociólogo y filósofo argentino Juan José Sebrelí: “Me declaro un autodidacta, lo único que recuerdo de la universidad es el bar de enfrente”. La traigo a colación porque, quizás, con ella, hubiera resumido mi recuerdo de la ‘era Champagnat’. Con ella hubiera solucionado el problema que delegó en mí el maestro Figueroa Cabrera, pero en este caso la incomodidad ganó la partida.
Tal vez se trata de la misma incomodidad de un grupo de maestros que, gracias a su imaginación, vieron en un viejo edificio Marista la sede perfecta para darle vida a una universidad. Y dentro de ella, gestar una carrera de Comunicación Social (rayita) Periodismo. La misma incomodidad, entendida como imaginación, que nos transmitieron y heredaron en nosotros, los primíparos del siglo pasado, que en un parqueadero de esa vieja sede vimos una cancha de fútbol. ¡Muchas gracias!

*Discurso leído durante el megaencuentro de primíparos en la Universidad Autónoma de Occidente, con motivo de los 30 años de la facultad de Comunicación social-Periodismo.
4 de junio de 2016, Cali, Colombia.

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