¿Por qué escribí una novela de fútbol?

Nací en 1970. De cada cien personas -dicen los entendidos-, veinticinco tienen la fortuna de nacer en un año de Campeonato Mundial de Fútbol. A mí me toco México 1970. Recuerdo que hacía mucho calor en Palmira. Y no es que tenga buena memoria, lo que sucede es que en mi ciudad natal, situada en el occidente de Colombia, siempre hace calor. Solo en las noches frías después de tormenta, el termómetro baja hasta los muy agradecidos 30 grados. Esa noche hay que acostarse con sábana doble, porque sino, no se puede dormir con tanto frío.

Como decía, nací en 1970, año del tercer título mundial de Brasil en México. Con Pelé liderando un equipo en el que aparecían Jairzinho, Clodoaldo, Gerson, Tostao o Rivelino. ¿Y frente a qué selección jugó Brasil la final? Contra Italia, la misma Italia que había disputado una semifinal épica días antes contra Alemania. La Italia de Riva, Rivera, Boninsegna y Enzo Bearzot, como asistente del entrenador Ferruccio Valcareggi.

Sin embargo, mi primer recuerdo de niño, más por insistencia de mi padre que de mi propia memoria, es un partido que para él no ha terminado jamás. Aquí, con vuestro permiso, hago un inciso y digo que todo hincha del fútbol tiene un juego que siempre se está disputando en su cabeza. Por ejemplo, si se encuentran un alemán y un inglés en un recóndito lugar del mundo, antes de saludarse o decir cualquier cosa sobre el clima, el alemán le dirá que no fue gol el tanto de Geoffrey Hurst, en la final de Wembley, en el Mundial de 1966. A lo que el inglés responderá con ironía que fue pitado por el árbitro y si el árbitro lo vio así; él, como creyente en las leyes del campo de juego, no pondrá en duda su fe en el fútbol. Así muchos partidos ya finalizados por los árbitros se siguen disputando en millones de realidades paralelas. ¿Debería decir: cabezas paralelas? ¿Debería escribir: bares paralelos?

El partido de mi padre y, por natural sucesión, heredado a este servidor, fue un Millonarios-San Lorenzo, en 1973. Semifinal de la Copa Libertadores. Estadio Nemésio Camacho ‘El Campín’ de Bogotá. Millonarios necesitaba una victoria para pasar a la final de la versión sudamericana de la Champions League. Corría el segundo tiempo y el marcador seguía con empate a cero. Entonces, Julio ‘El Chueco’ Gómez hizo efectivo un castigo de tiro libre indirecto frente al área argentina. El delantero centro azul, Apolinar Paniagua, se lanzó en espectacular palomita y con su cabeza desvió el balón, sin que el portero Agustín Irusta pudiera evitar el gol. 1-0, a favor de Millonarios. 1-0, a favor de los albiazules. Pero luego pasó lo que ha llevado a mi padre a despertarse, con fiebre alta, en la mitad de las frías noches palmiranas. El referí de ese partido, el brasileño Sebatiao Rufino, presionado por los gauchos, anuló el tanto. Argumentó que no hubo cabezazo del paraguayo Paniagua y por lo tanto no hubo el doble toque que todo libre indirecto exige. Pero para colmo total, Rufino no válido otro gol de Delio ‘Maravilla’ Gamboa. Las cosas estaban claras, Millonarios no pasaría a disputar por ningún motivo la final de la Copa. Rufino salió en una ambulancia del estadio, escoltado por un fuerte operativo policial. Como anécdota, no está demás decir, que en esa década, y gracias a las pegatinas fijadas en los autobuses del servicio público de Bogotá, que decían “No dañe las sillas”, ¡no sea Rufino!, el apellido del árbitro pasó a ser sinónimo de rufián o ladrón en la capital colombiana. ¡No sea Rufino!, decía todo el mundo.

Años después, quizás 1976 o 1977, el recuerdo que tengo es ir en la parrilla de la vieja bicicleta Philips, de mi padre, mientras él pedaleaba por las carreteras de Palmira, entre sembrados de caña de azúcar. Lo acompañaba a ver sus partidos de fútbol, como jugador, en el Atlético Cascajal, y como técnico, en el Deportes Eder. Luego, al regresar a casa tenía que narrarles el partido a cuatro hermanos y a mamá. Para no aburrirme, les contaba un juego distinto a cada uno. Con hazañas y jugadas que no habían pasado en el campo, pero que me entretenían más a mí que al oyente de turno. En este momento, debo decir, que a mi padre lo acompañé a sus encuentros hasta que su pelo se puso blanco. Pero toda la magia se rompió un día. Todavía no existían los metrosexuales o, por lo menos, la palabra. Pini, que es como le llaman él en Palmira, porque se apropió del apellido de Raúl Pini, aquel defensa uruguayo en el Millonarios de Di Stéfano, Cozzi, Rossi y Pedernera, se pintó el pelo de negro, para rebajarse años. Con tan mala suerte, que la lluvia de esa tarde lavó los años de mentira que el tinte le daban a su pelo. Si el Atlético Cascajal tuviera museo como el F.C. Barcelona, la camiseta blanca con la inmensa mancha negra, que le daba la vuelta entera a la tela, debería estar exhibida en las vitrinas del club como prueba fehaciente de la tarde en que su jugador número 4 compró un tinte de mala calidad.

En las postrimerías de 1978 celebramos en Palmira, a 600 kilómetros de Bogotá, donde se jugaba el partido, la tan ansiada estrella once. El décimo primer título del equipo en el campeonato colombiano. Lo escuchamos en un radio transistor en la ciudad de las noches frías con 30 grados. Millonarios venció a su rival de patio, Santa Fe, 3-1 y los dos fuimos felices. Esa noche yo soñé con los goles de Willington Ortiz, Juan José Irigoyen y Jaime Morón. Y Pini no se despertó gritando: ¡No seas tan Rufino!

Aquel año, asistí, claro está, por televisión a mi primer Mundial. Fue en Argentina. Al no estar Colombia, con el sentido común de alguien que tiene 7 años, me declaré italiano en el exilio y apoye a la selección azzurra de Rossi y Bettega. Fuimos cuartos, detrás de la Argentina, de Kempes, Bertoni, Pasarella y Fillol; la Holanda, de Rensenbrick, Krol, Rep y Neeskens; y el Brasil de Leao, Zico, Cerezo y Roberto Dinamita. Ese fue el campeonato de los papelitos. Una gran fiesta. Luego, de grande y con más conciencia, relacioné esos papelitos con la voz de un pueblo que pedía libertad. Cada papelito reclamaba justicia por cada desaparición forzada hecha por los militares de la Junta que presidía el país de la bandera celeste y blanca.

Sobre ese mismo Mundial, hoy me hago una pregunta: ¿no es tiempo de que se cuente lo que verdaderamente pasó en el partido Argentina-Perú, jugado en Rosario y que los locales ganaron por 6-0, anotando justo los goles que necesitaban para pasar a la siguiente ronda… Videla de por medio, ¿no es tiempo ya de que se cuente lo que pasó esa noche en una novela, como ficción, para saber la verdad? En fin…

A esta altura de este relato y ya entrados en confianza, puedo hacer una confesión: la primera vez que visité un burdel o puticlub fue por el fútbol. Tenía entre 10 y 11 años. Me habían escogido como uno de los dieciséis futbolistas que representarían a la escuela primaria Jorge Eliécer Gaitán en el campeonato estudiantil en la ciudad del frío de 30 grados. Ya había abandonado la suplencia del arco, porque el titular fue retirado a decisión de su mamá por suspender casi todas las materias del curso. Entonces fui al burdel, pero no fui a estrenarme en esas artes a razón de festejar mi nueva titularidad o como lo hacen los futbolistas de siempre, a celebrar la victoria o asumir la derrota entre las carnes de una chica lista para la fiesta o para el consuelo, no. Fui a hacerle los deberes de matemáticas y de lenguaje a James, el hijo de la madame del lugar, que a cambio me entregó, a manera de pago, un buzo de arquero de color rojo con ribetes negros y mangas largas. Un jersey de algodón que combinaba muy bien con el pantalón de chándal blanco, que me había prestado Dávalos y las medias blancas con los botines negros de Avivas -una marca colombiana muy original-, que Pini me había regalado la última Navidad. Con esa vestimenta, que luego me copiaría Thomas N’Kono, lo digo por vestir de pantalón de chándal hasta en el verano, salimos campeones contra los chicos del Seminario. Ganamos 2-1 y mi mejor amigo de la escuela primaria, Leonardo Dávalos, me terminó regalando el pantalón blanco de sudadera.

Cuatro años después, 1982, en otra cita mundialista aquí, en una España que quería dar la vuelta de página a la época de Franco, olvidarse de golpes y golpistas, y abrirse al mundo definitivamente, el fútbol aterrizó con 24 selecciones. Desde Palmira, y otra vez frente al televisor Sharp 20 pulgadas, cumplí la cita. De nuevo Colombia no estaba entre los finalistas, así que me aferré a mi pasado italiano, de cuatro años, y el tifossi que hay en mí dio un paso al frente. Ese verano, Italia quedó campeón y este servidor fue más feliz que el presidente Sandro Pertini que, en el palco, rompió el protocolo y gritó los goles en la final a los demás presidentes y líderes mundiales, Rey incluido.

Y si el presidente italiano, Sandro Pertini fue feliz y saltaba con el título de su selección, este servidor lo fue más cuando una tarde, después de su trabajo, Pini apareció en casa y antes de sentarnos a comer, me susurró, para que mamá no se enterará: “Tengo a Zico, lo he conseguido”. Y no es que hubiera contratado al futbolista brasileño para jugar en el Atlético Cascajal. Había conseguido el cromo con el que completábamos el Álbum Panini de ese torneo. La fiesta fue redonda.

Pero esa vez, permítanme que os cuente, paso otra cosa aún más importante. O, por lo menos, para mí. Fue la primera vez que escribí algo con ganas de ser publicado. Para ese entonces tendría 10 años y después del ver el partido inaugural disputado en el Camp Nou, juego que ganó 1-0 la Bélgica de Jean Marie Pffaf, Eric Gerets, Ludo Coek y Jan Ceulemans, contra la Argentina de Fillol, Pasarella, Maradona y Kempes; después de ver ese juego, un instinto me hizo caminar hasta el armario en el que mi hermano mayor guardaba su vieja Olivetti Lettera 32. La bajé como pude, metí una hoja en blanco y escribí: dos o tres líneas, a manera de entrada, que hacían referencia a la derrota del entonces campeón mundial. Fue la primera ve que redacté algo, que quería contar a través del papel. ¿A quién? No sé. Quizás a mí mismo. A ese lector que todos llevamos dentro.

Los años siguientes fueron otra cosa. Llegué a la adolescencia y descubrí que en el mundo, a pesar de tener forma de pelota, todo no era esto: también existían las mujeres. Así que el fútbol paso a segundo plano. Luego, por Luis Herrera, una especie de Federico Bahamontes colombiano, Fabio Parra, nuestro Luis Ocaña, y José Patrocinio Jiménez, que sería como el ‘Tarangú’ Fuente, me doy cuenta de que existe el ciclismo, el Tour de Francia, el Giro de Italia y la Vuelta a España. El fútbol pasa a tercer plano.

Los años oscuros de la adolescencia terminaron con la clasificación de Colombia para el Mundial de 1990 en Italia. Esa vez tendría dos selecciones: la que dirigía Pacho Maturana con Higuita, Rincón, Redín, Valderrama e Iguarán y la azzurra de Azeglio Vicini, que solo alcanzó a ocupar el tercer puesto. A Colombia la eliminó Camerún en la segunda ronda. Pero la emoción fue máxima cuando nuestra selección empató antes, en la fase de grupos, en el último minuto con Alemania, al final, el país campeón. Ya no teníamos el Sharp 20 pulgadas, que fue reemplazado por un National Panasonic 16 pulgadas. En la pantalla de esa televisión quedo la huella de ese partido. Recuerdo haberlo visto solo. Caí en la más honda depresión cuando el minuto 89, Pierre Littbarski anoto el gol de Alemania. Era injusto. Colombia había hecho las cosas bien y el empate era lo más lógico. Pero tres minutos después sucedió lo inesperado. Álvarez recupera una pelota en campo colombiano, se la entrega al Bendito Fajardo. Éste, más bendito que nunca, le pasa la bola adelante a Valderrama, que da una vuelta y se la toca a un lado a Rincón, que se la cede a Fajardo, que la para y se la entrega a Valderrama. Con tres alemanes a su alrededor, el Pibe ve como ya corre Rincón por la banda derecha. Mientras esto pasa en el campo, este servidor se va levantando del sillón y poco a poco avanza hasta el televisor. Rincón da una, dos tres zancadas y anota el gol por entre las piernas de Bodo Illgner. El número 19 de Colombia salió a celebrar a una esquina del campo en la que todos los suplentes se le echaron encima. En ese momento, me olvidé que estaba en Palmira y me trasladé a Milán. Yo también era un jugador suplente y como tal quería subir a lo más alto de esa pirámide humana, pero con la boca abierta, gritando el gol, choque de frente contra la pantalla que dividía dos mundos: el real y el virtual. Un diente, el incisivo central, se despuntó con el golpe y el dolor me regresó a mi natural Palmira.

Después vino la época de la Universidad. ¿A qué otra carrera que no fuera periodismo podía presentarme? Quería escribir en un periódico y sentir el diario qué hacer de una redacción. Pero no quería ser periodista deportivo, porque éstos trabajan los domingos. Antes de que eso llegara, con Víctor Manuel Mejía, fundamos un fanzine con cara de revista: El Gusano, cuyo lema decía: “La única revista que no tiene eslogan”. Y con otros colegas de la carrera fundamos el Cerveza Fútbol Club, un equipo que quedó campeón en el campeonato interclases de 1995. Terminé la carrera con una tesis de grado titulada Contracultura y medios no masivos: la historia de El Gusano. Se la dediqué a mis padres… y a Hugo, el dueño del bar del frente en la universidad, seguida de la frase del filósofo argentino J.J. Sebreli que dice: “me declaro un autodidacta, lo único que recuerdo de la universidad es el bar de enfrente.”

En 1996 leí en El Tiempo la noticia de la muerte de un tal Osvaldo Soriano. Leí la carta que el muerto, aún en vida, le escribió a un tal Eduardo Galeano y en ella le recuerda un paseo por el Carrefour, en donde quedaba la cancha de San Lorenzo, en Buenos Aires, con el Nene Sanfilippo, otrora delantero de ese equipo, que le revivió un gol con una de las cajeras del supermercado como portero. “Quiero más de Soriano”, me dije y compré sus siete novelas. Me encerré a leer a Soriano. Entonces, quería ser como él. Pero no tan gordo.

En 1999, trabajo en el canal Citytv, en el noticiero, y para evitar el aburrimiento del turno mensual de sábado y domingo, celebramos minitorneos en la redacción. La pelota es una bola de papel en la que se escribe la continuidad del telediario. Los goles los celebramos ante las cámaras de seguridad del lugar. Y es que en estos tiempos, futbolista sin cámara al frente no es futbolista. Días después, por orden del Departamento de Seguridad de la empresa, se prohibió el minitorneo. Argumentaron que distraíamos a los seguratas con nuestros partidos.

Tres años después, 2002, me voy a estudiar inglés en donde mejor lo hablan: Jamaica. Ahí intento practicar otra disciplina, pero me aburró con el cricket y confirmó que es un deporte para blancos. Buscó con quien jugar al fútbol. Me dicen que detrás de Devon House hay un baldío donde los lugareños juegan descalzos. Corren mucho pero no tiene mucha técnica. Soy goleador. Celebró mis goles con el avioncito de Ronaldo el gordo, no el metrosexual. Celebró el cumpleaños de Bob Marley en su casa estudio de Kingston, donde un atentado casi alcanza lo que el cáncer lograría después: cortar la vida del músico, pero no su leyenda. Tomo fotos con una Polaroid a los turistas “Five Americans Dollars” y escucho jazz en el Café de los huesos rojos. Habló inglés pero los únicos que me entienden son los cubanos, claro, en español, con ellos voy de un lado para otro, como “puelco y calne desmechaa”, me siento muy cercano a la revolución de Castro. Mis últimos dólares jamaicanos los apuesto en el hipódromo, para tratar de conseguir dinero y ampliar la estadía. Pierdo. Tengo la última moneda y con ella pago un pasaje del bus hasta al aeropuerto. Vuelvo a Colombia.

Y como esto se está haciendo largo y la garganta ya pide agua, y la de vosotros vino o cerveza, trataré de resumir para contestar a la pregunta de por qué escribí una novela de fútbol, si es que ya no la he respondido. Después de Jamaica y su “no problem man”, regrese al diario El Tiempo de Bogotá. Allí juego con Redacción Fútbol Club y salimos campeones del torneo interno de la Casa Editorial. Ya he logrado lo que quiero en el periódico más importante de Colombia. He llegado hasta lo más alto. Otros buscan ser jefes de sección y hasta directores regionales. Yo ya tengo la medalla de campeón y fotos con mis colegas, dando la vuelta olímpica en un campo de fútbol. Así que ya no tengo que hacer más en ese diario, renunció. Viajo a Cali, me voy a vivir con mi novia de entonces, mi esposa ahora. Recuerdo que en época de Mundial me llamaba para comentar los partidos de fútbol. A ella no es que le guste mucho este deporte pero sentía o siente atracción por este servidor, así que se las ingeniaba para aprender algo sobre el partido del día y cuando hablábamos, ella hacía la introducción y yo seguía sin parar. Así nos enamoramos y nos casamos.

Por Andreta y su doctorado, en 2008 aterrizamos en Barcelona. Y como ella estaba ocupada en la universidad, a mí me tocó buscar el piso para vivir. Concerté una cita para ver uno en Can Baró, un barrio cerca al Parc Güell. De camino, por la calle Camelias, paso y descubro el campo del Europa. En ese momento, sin ver todavía el piso, me dije a mí mismo, aquí viviremos. Si hay un campo de fútbol cerca, está todo.

Ya instalados, recuerdo que comencé a preguntar por Sarrià. Quería conocer el lugar en el que se había jugado el mejor partido en la historia de los mundiales de fútbol. Caminando por allí, entre la avenida General Mitre, la calle doctor Fleming, y la Avenida Sarriá, descubrí el nombre de un bar en uno de los tantos paseos en busca de los imaginarios Sócrates, Zico, Paolo Rossi o Dino Zoff. Descubrí el bar Sarriá 82 y toda la historia de la novela surgió en mi cabeza. Ahora solo tenía que escribirla.

Javier Cercas -que fue el escritor residente de nuestro año en el Máster de Creación Literaria en la Universidad Pompeu Fabra- nos dijo, a mis compañeros y a mí, que toda novela es una pregunta. Escribiendo Los fantasmas de Sarriá visten de chándal, siempre me hice tres: ¿Qué es un jugador de fútbol? ¿Qué es un partido de fútbol? ¿Qué es el fútbol? Cercas también dice que la mayoría de las veces, la novela no responde a la pregunta. En este caso, ya lo diréis vosotros, los lectores.

Para terminar, el poeta argentino Juan Gelmán dice que cada escritor escribe lo que puede. Esto es lo que he podido. Y esto es lo que he querido. Tratar de recordar a dos equipos que pisaron un campo de fútbol que ya no existe. Quizás con la misión de hacer valer hoy más que nunca esa frase de Sócrates, no el filósofo sino el jugador de Brasil que murió el año pasado, cuando dijo: “Nosotros los futbolistas no jugamos para ganar, jugamos para ser recordados”.

*Este texto fue escrito y leído por el autor el día de la presentación del libro, el 20 de junio, en la librería Casa del Llibre, de Rambla Catalunya (Barcelona). 2012.

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