Crimen en la ‘James Carpenter Library’

 

 

 

 

 

 


Mi favorito era Silver Kane.
No recuerdo un título en especial. Y mucho menos una historia, pero el solo hecho de ver ese nombre en una portada de un libro de bolsillo daba para que me metiera de lleno en cientos de páginas amarillentas (¿o eran ocres?), en la que el héroe de turno, a caballo o vestido de corbata y americana, trataba de dilucidar un crimen. Una matanza. Eran funambulistas que caminaban por el hilo de lo moral y lo ético.


Entonces, lo políticamente correcto no existía. Patrañas. De esa manera intentaban hacer justicia en calles y desiertos sin rastro de ella. Historias de hombres duros, con el polvo como piel, y mujeres voluptuosas, llenas de curvas por doquier. Historias de asesinos. Relatos de sangre. Historias de balas que salían disparadas por homicidas sin rostro. Fuego cruzado en el que ni siquiera el lector quedaba ileso. Indemne. Condenado, tenía que ir a por más. Siempre. Buscar otro pequeño libro de lo que los estudiosos llaman literatura pulp. Bolsilibros. Matarían por ellos.

Claro, también había otras historias firmadas por Curtis Garland, Frank Caudett, Peter Debry, Keith Luger, Lou Cardigan o Duncan M. Cody. A punta de azotar el teclado de viejas máquinas de escribir Olivetti, cada uno de esos autores, que es lo mismo decir: Juan Gallardo, Francisco Caudett, Pedro Víctor Debrigode, Miguel Oliveros o Antonio Vera Ramírez, pasaron de las mil novelas. Dos mil. Tres mil.

Escribían a destajo.  Malpagados. Noche y día. Día y noche. Casi sufrían lo mismo o más que los personajes a los que daban vida. O muerte. Era difícil que sobrevivieran a su propia historia. A su propia imaginación, pero lo lograban. Triunfaban, a su modo, ante el destino. Ante el peligro. Ante Bruguera. Esa mítica editorial que los lanzó a la fama y que, al tiempo, los esclavizó.

Por estos días, en Barcelona, una pequeña exposición (¿de qué otro tamaño podría ser?) les rinde homenaje. Caminar por esa sala de la biblioteca Jaume Fuster (Está abierta hasta el 21 de marzo), que en este caso sería “James Carpenter Library”, es volver a la escena del crimen, para sentir ese vértigo del delito hecho relato y esa emoción de pasar las páginas amarillentas (¿o eran ocres?), de una novela firmada por Garland, Caudett, Cody, Debry, Luger o el mismo Silver Kane, que es lo mismo decir Francisco González Ledesma. Mi favorito.

Eco descubrió su ‘cementerio’ en España

El cementerio de Praga, según su autor, no es una novela antisemita ni es contra los jesuitas. Solo es una historia que tiene como eje central las falsificaciones en el siglo XIX. En especial sobre Los protocolos de los sabios de Sión. Desde la multitud estuvo en la presentación de Barcelona.

–Vostè és l‘últim? –Me preguntó la señora de sobretodo negro y pelo blanco. Seguía esa costumbre que tienen los catalanes -en el resto de España es igual. Más, si se está al sur- de que cuando llegan a un lugar, bien sea el banco, la panadería, la pescadería o la carnicería, no hacen fila sino que preguntan qué persona tiene el último turno. Luego, en un acuerdo tácito, se acomodan para esperar de manera paciente el llamamiento. Sin revuelos.

Le contesté que sí y se hizo detrás de mí. Esta vez sí había fila. La cantidad de gente en la sala de recepción de la biblioteca Jaume Fuster, en la parte alta del barrio de Gràcia, era demasiada para seguir el acuerdo, entrar al auditorio y lograr una de las doscientas sillas. Esta concentración de personas no se debía a otra cosa sino a la visita a Barcelona del semiólogo y escritor italiano Umberto Eco, para presentar su más reciente novela: El cementerio de Praga.

–¿Por qué le gusta Umberto Eco? –Le disparé a quemarropa a mi vecina de fila.

–¡Porque es un escritor del pasado! –No dijo más. La fila comenzó a caracolear hasta dejarnos dentro del auditorio. Quise interrogar a la señora de sobretodo negro y pelo blanco sobre su respuesta. ¿Qué es ser un escritor del pasado? En eso pensaba cuando Eco, el escritor del presente, subió al escenario acompañado de Mònica Terribas, directora del Canal TV3, quién iba a ser la sparring en esta charla sobre la novela. No tuve tiempo para más sino acomodarme, escuchar y tomar nota.

El autor de El nombre de la rosa, El péndulo de Focault y un sinnúmero de ensayos vestía un traje azul oscuro, una corbata en el mismo tono con figuritas en forma de diamantes de color verde y camisa celeste. No tenía su gabardina ni su sombrero y menos su barba gris que le completaban hasta hace poco un aspecto de detective de una serie policíaca gringa de los años 70.

Seis años le tomo a Eco investigar y escribir El cementerio de Praga. Una novela que se mueve alrededor de Simone Simonini. “Quise dibujar al personaje más cínico y antipático de toda la historia de la literatura”, dice con la pretensión de alguien que ha trabajado mucho para alcanzar su meta. ¿Lo logró? No se sabe, cada lector deberá responder esa pregunta. Lo único seguro es lo que cuenta el escritor sobre que Simonini es misógino, odia a los judíos, es autor de muchas falsificaciones y complots y muy glotón. “Si comiéramos todo lo que él come, seguro moriríamos”.

La historia de esta novela se desarrolla en el siglo XIX y tiene como eje central cómo se elaboraron y surgieron Los protocolos de los sabios de Sión, el libro antisemita por excelencia. “Una publicación que muchos interesados quisieron hacer pasar por verdadera, pero no era más que ficción y sátira. Como ya lo demostró el diario inglés The Times, que publicó, en los años 20, que todo era una falsificación”, explica Eco en su italiano con acento piamontés, mientras se acomoda el micrófono que cuelga de una diadema plástica a su cabeza.

La nueva novela de autor de Apocalípticos e integrados ante la cultura de masas (1965) saca también a la palestra esa vieja pregunta que, con los cables de Wikileaks colgados en Internet, está muy en boga por estos días. ¿Quién dice la verdad en el mundo en que vivimos? El profesor nacido en Alessandria un 5 de enero de 1932 tiene claro su idea frente a la web de Julian Assange. “Todo lo que publican allí ya era sabido por todos. No hay nada nuevo. Además, el poder no siempre es malo y necesita de cierta reserva”.

Lo que sí remarcó el escritor en su charla es que hay que tener mucho cuidado con las falsificaciones. “Ha muerto mucha gente por informaciones falsas o inventadas. En nuestro tiempo solo tenemos que remitirnos a George W. Bush, en Estados Unidos, y la hipótesis de las armas de destrucción masiva que, en su momento, dicho gobierno argumentó como verdad para invadir a Irak y comenzar esa guerra”.

El cementerio de Praga se desarrolla en el siglo XIX, pero no es una novela realista del tipo Balzac, que trata de mostrar de manera minuciosa y detallada la belleza de la época, sino más bien responde a un género que mezcla el drama, lo policíaco, la novela de espías, y el folletín, para enseñar lo turbio y lo oscuro de esos tiempos. “Es una novela de ficción en el que el único personaje inventado es Simonini. Los demás son reales”, asevera Eco. Así Simonini hasta se cruza en Viena con un médico que se apellida Freud, que les receta cocaína a sus pacientes para contrarrestar cualquier dolor y que le confiesa que no está interesado en trabajar nada relacionado con el sexo.

Observando al público de la misma manera que fija su mirada delante del lente de mi cámara, mientras disparo el obturador, sabiéndose visto no como un escritor sino como una figura que raya en los límites del pop, Eco toma el libro que tiene en frente sobre una mesa, lo abre y busca un pasaje en el que lee una frase dicha por Simonini: “La civilización nunca alcanzará la perfección mientras la última piedra de la iglesia no caiga sobre el último cura y la Tierra quede libre de esa gentuza”.

La cita le sirve para explicar que no hay que confundir nunca las opiniones de los personajes con las del escritor de ficción. “Hay tres niveles –explica–: el autor, el narrador y los personajes. Cada uno piensa y habla distinto el uno del otro. Eso hay que tenerlo claro”. Por eso le tienen sin cuidado las críticas que ha recibido de L’Osservatore Romano, el diario de El Vaticano, que dice que la novela se centra en  el antisemitismo de los jesuitas. “Eso solo ha hecho que las novela se venda más en Italia”, dice y se echa a reír. Hasta la fecha, en ese país, ya se han vendido más de 600. 000 mil copias.

“No entiendo cómo, con un protagonista tan antipático, se vendan tantos ejemplares… ¿Se han vuelto locos los italianos? A lo mejor sí porque votan a Berlusconi”, le respondió antes de esta visita a la reportera Olga Pereda, de El Periódico de Catalunya, en Madrid.

Por eso, lo que sí no puede evitar el autor, que no deja de mover sus manos mientras habla, es que, si su novela trata del poder, las mentiras y las falsificaciones, no le pregunten por Silvio Berlusconi, actual jefe de gobierno en Italia. “Llevo solo unos días en España y siempre me interrogan por lo mismo. Estoy convencido de que si hubiera escrito un libro sobre química, la primera pregunta sería “¿qué piensa de Berlusconi?”. Ahora creo que debí escribir un libro sobre Berlusconi para que me preguntaran acerca de la química”.

Al terminar de decir esto, Eco sonríe de nuevo, se queda callado y mira cómplice a su pareja en el escenario, Mónica Terribas. La directora de TV3, el canal público de Catalunya, advierte al público que debido a su apretada agenda, el autor no tendrá tiempo para responder preguntas de los asistentes y menos firmar libros. ¿A esto se refería la señora de sobretodo negro y pelo blanco cuando dijo que le gustaba Eco por ser “un escritor del pasado”? No sé, tendré que buscarla para que me lo explique.

Rushdie

Fui con algo de temor. No tengo porque negarlo. Aunque hayan pasado 20 años desde que el fallecido ayatolá Ruhollah Jomeini pronunciara la fatua que codenaba y pedía el asesinato de Salman Rushdie por “blasfemar el islam”, según Irán, con el libro Los versos satánicos, y aún así, el mismo gobierno islámico la haya denegado tiempo después, el riesgo de Rushdie -y de estar cerca de él- es algo que no se puede hacer a un lado con facilidad.

De ahí mi prevención al asistir a la charla que tuvo el escritor de origen indio y criado en Gran Bretaña con su colega colombiano Juan Gabriel Vásquez, en la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona. Conversación en la que no hizo ningún comentario ni hubo ninguna pregunta ni de parte de Vásquez y menos del público presente sobre la ya anacrónica condena. Sin embargo, estar a pocos metros de él, viéndolo al alcance de cualquier seguidor de la proclama de Jomeini, fue algo que no me dejó estar totalmente cómodo dentro del salón.

Ocho agentes y un furgón de la policía autonómica de Cataluña, a la puerta de la biblioteca en la Plaza de Lesseps, a la postre, también incrementaron esa disposición. Claro está, este operativo fue mucho menos de lo que se vio en la ciudad durante la visita de Roberto Saviano. ¿Será qué, sin poner en medio el tiempo entre las dos amenazas, la de la mafia napolitana necesita mayor cuidado que la de de los defensores del islam?

Otra cosa que aumentó ese estado de alerta es que la misma fatua, a pesar de que el gobierno iraní ya la suprimió oficialmente, sigue “vigente”; pues el único que de acuerdo con la tradición la puede retirar es el mismo que la haya lanzado. En este caso, Jomeiní, pero una vez muerto, ¿cómo? De ahí que esa tarde, de primavera lluviosa, cualquier fundamentalista indepediente, de turismo por la ciudad, la hubiese podido hacer efectiva para cobrar los millones de dólares como pago por matar a Rushdie (En principio se dijo que se pagaba US$3 y luego se dobló a US$6). Eso, además de sacar un par de libros de la bibilioteca.

¿Quién podría matarlo aquí? ¿Quién, en la Jaume Fuster, tenía rostro y forma de asesino? Con esta pregunta -esperando que no pasara tal cosa- me metí en la fila para entrar a la conferencia y oír de su voz, sus historias e ideas sobre su carrera y su más reciente novela.

¿Será el tipo que está detrás mío y justo me preguntó: “¿Es esta la fila para la charla de Rushdie?” ¿Puede ser la señora de pelo de raíz negra y puntas rojas y que, proyectándose al futuro, lee la sección de obituarios de El País? ¿Será el calvo que teclea su móvil, quizás comunicando: “Estoy a tiro de hacerlo”? O ¿el tipo de chaqueta oscura y pelo engominado que camina como perdido? No, ya sé, la señora pequeña, de canas, que dificílmente camina apoyada en un bastón de aluminio con punta de plástico roja, el arma secreta y clásica para este tipo de atentados.

Cualquiera puede ser, hasta el que ojea Le Monde, el que pregunta por los libros del autor a la entrada o la señora que hace como que lee la revista Todogatos. Cualquiera puede serlo. Hasta yo mismo puedo ser un sospechoso. “Era un rasta alto y tenía una chaqueta naranja”, diría uno de los testigos del hecho.

En fin, que nada de eso pasó. Rushdie sobrevivió. Rushdie comenzó a hablar y me olvidé de la fatua, de Jomeini, de la señora de pelo de raíces negras y puntas rojas, y hasta de la que leía o hacía que leía la revista Todogatos; pues, lo que sucedió fue que conocí a un gran charlador. Un tipo, con cara de lechuza, encandilado por los flashes de los fotógrafos y las luces del salón de conferencias de la Fuster que, entre otras frases, dijo: “Lo único que nos diferencia de los animales es el hecho de contar historias. Todos somos el mismo animal, pero solo por ese hecho, nosotros somos la especie de las especies”.

¡El encantador de Bombay! Así, parafraseando el título de su más reciente novela, La encantadora de Florencia, se podría definir a este tranquilo Rushdie. Pero a diferencia de los legendarios encantadores de serpientes que se sientan o sentaban en cualquier plaza de una ciudad en la India, ponían los cestos sobre el suelo y comenzaban a tocar sus flautas para llamar la atención de las cobras (por favor, entiéndase que no hablo de los turistas sino de las serpientes), Rushdie no llevaba nada de esto. Ni instrumento ni traje ni turbante naranja. Vestía jean, chaqueta gris, camisa azul turquí y zapatos negros. Su música, esa tarde lluviosa, solo fue el valor de su palabra. Lo único que tiene un escritor para seducir al público. Lo único que tiene un escritor para defenderse hasta de la misma muerte.

Simpático y de buen humor y mejor rollo se le notó a este Rushdie que se definió a sí mismo como un escritor de ciudad. “Soy un chico muy urbano. Mis historias comienzan, se desarrollan y terminan dentro de una ciudad. Con frecuencia me pasa que quiero transformarme en uno de mis personajes para desaparecer dentro de mis libros”.

Lo peculiar de La encantadora de Florencia, la novela que vino a presentar, además de la historia de amor que la impulsa, entre un emperador y una mujer imaginaria, es que uno de los personajes es Maquievelo. Del que Rushdie dice que hay que reivindicar en la historia. “Se ha escrito tanto en contra suya, que ya hay que empezar a limpiarle la imagen. Espero que alguien hago lo mismo conmigo dentro de muchísimos años”, anotó entre las risas de las serpientes hechizadas en forma de personas dentro del auditorio.

Acercar a Oriente con Occidente, o a Occidente con Oriente -el orden de los factores no altera el producto-, de acuerdo con él, era otra de sus metas en este trabajo, que como elemento principal combina hechos históricos con ficción. “Son tan enormes e evidentes las diferencias, pero si uno se fija bien, se encuentran muchas similitudes entre los dos”, dijo al hablar de las dos sociedades, pero yo lo oí como si hiciera referencia a realidad y ficción.

Frente a la preocupación de una de las cobras encantadas, dentro del público, sobre el futuro de la novela escrita, el profesor honorario de Humanidades en el MIT y también premio Booker por Hijos de medianoche, no dudó en responder con la tranquilidad del caso: “Sobrevivirá y no hay que tenerle miedo a lo que pueda suceder con el género en el futuro. Porque la buena escritura pasa por todos los sentidos”.

Si lo dice él, que por ahora sobrevive a una fatua islámica vigente o no, habrá que creerle. Luego se puso de pie, se abotonó su chaqueta gris, levanto su mano y se fue con su cara de lechuza. Quizás espantada por tanta luz.

Kureishi

Volví a la Jaume Fuster. Regresé a la biblioteca de la Plaza Lesseps, en Barcelona, como el tipo que retorna a la misma barra del bar de copas donde no pudo ligar la otra noche, buscando lo de siempre: otra oportunidad. Y vaya que si la tuve. Allí había alguien, no para ligar, pero sí para contar algo.

Para empezar, sin el gusano de gente queriendo entrar, como hace un par de días en la charla de escritor japonés Haruki Murakami, esta vez entrar al salón de conferencias, para oír lo que iba a decir su colega Hanif Kureishi, fue fácil.

¿Será que así de sencilla y fácil es la literatuta de este inglés de raíces paquistaníes? Porque siendo sincero, todavía no he leído el primer libro de Kureishi. Claro, a veces oír a un escritor es el mejor preludio para iniciarse en él. Y eso fue lo que pasó. Ya habrá tiempo para su lectura.

Escuche atento a Kureishi, que estaba aquí para hablar de su más reciente novela, Algo que contarte, y después de la presentación que hiciera el también escritor Eduardo Mendoza -no está demás decir que bastante floja-, el inglés comenzó a discernir sobre su obra, la Gran Bretaña, Pakistán, la xenofobia, la adolescencia, el psicoanálisis, Sigmund Freud y hasta se pronunció a favor de lo que la gente llama “programas basura” en la televisión.

Esto último, tal cual como lo confirmó, días después, en la entrevista que publicó La Vanguardia: “Siendo escritor, la verdad es que uno pasa gran parte del día mirando la tele. Me fascinan esos programas de testimonios, tipo “mi marido es un transexual”. Funcionan como terapia, para los invitados y para el espectador, que se dice: gracias a Dios, yo no soy así”.

Volviendo a la sala de la biblioteca, con un tic gestual que le hacía cerrar los ojos por un microinstante y apretar sus labios, mientras lo presentaba Mendoza, Kureishi se mostró después muy afable con la gente. Y como es rutina en este tipo de actos, firmó paciente los ejemplares que una fila de treinta personas le puso por delante.

Pero como no es mucho lo que yo pueda decir de él, y menos de sus obra en general, aquí quedan unas frases de Hanif Kureishi durante su charla, que lo presentan mejor, quizas más de lo que trato de hacer Mendoza en la Jaume Fuster.

1. “Me encanta la vulgaridad y (de) la estupidez inglesa”.

2. “El mundo ha cambiado mucho. Antes teníamos televisores muy pequeños para salas muy grandes. Ahora, los televisores son más grandes que las mismas salas”.

3. “Nada más revelador (de una persona) que la mentira”.

4. “Gran Bretaña ha pasado de ser un país de una sola raza a ser una sociedad multicultural”.

5. “Siempre estoy a punto de regresar a Pakistán… pero me detiene el que se haya convertido en una catástrofe muy peligrosa. Es el país más peligroso del mundo para vivir. No lo recomiendo”.

6. “¿No será que el público tiene una pregunta?”. (Al ver que Mendoza se alargaba en su presentación sin decir mucho de él).

7. “Me interesaría escribir sobre la adolescencia, tengo hijos en esa edad, y escribir cómo es un adolescente, desde su propia voz, sería bueno para mostrar lo cruel que es su vida”.

8. “No creo que para ser un buen escritor se tenga que recurrir al psicoanálisis. La escritura es la mejor de todas las terapias”.

9. “Un par de preguntas y después firmaré un par de libros”. (Lo dijo algo cansado o, mejor, resignado).

10. Un asistente le preguntó: “¿Su sentido del humor ha contribuido a su integración en la Gran Bretaña?”; a lo que Kureishi, sin pensarlo mucho, dijo: “¡No, yo no estoy integrado!”.

Para finalizar, alguien le preguntó sobre qué estaba escribiendo o futuros proyectos. Kureishi contó que tiene una bolsa llena de botellas de licor que le da vueltas en la cabeza. Y pasó a explicar: “Como soy padre de tres adolescentes, me toca llevarlos y recogerlos de las fiestas. Y hay un amigo de ellos que me llama la atención, pues siempre lleva una maleta consigo para todos lados. El otro día le pregunté qué llevaba ahí y él me respondió: “Todo el licor de las fiestas”. Pero cómo lo consigues, si aún no tiene la edad para hacerlo, le pregunté. El me mostró un documento de identidad con su foto, que dice que tiene 26 años, cuando creo que tiene 14 ó 15… vaya, esa anécdota sería buena para alguna historia, sería buena para escribir de eso y de lo bien que es recibido este chico, en las fiestas, por todos sus amigos”.

Murakami

La literatura de Haruki Murakami está habitada por gatos. Las novelas y cuentos de este japonés, de jean y camiseta, están llenos de música -especialmente de jazz- y ambientes oníricos que desbordan sus páginas. De “estilo pop” lo etiquetan muchos de los consabidos expertos; aunque yo, sin ser crítico, solo uno más de sus lectores, por la mezcla de vertientes y lo armonioso de su discurso, lo consideraría más del tipo ‘chill out’. Literatura para relajar y dejar salir el alma, para que ésta camine un poco hasta un bar y se tome una cerveza de cuenta de Murakami. “Paga el japonés”, diría el alma ante los ojos atónitos del barman de turno. “Es que no llevo efectivo ni tarjeta ni bolsillos”, trataría de explicar sin razón.

De eso quería oírle hablar. De eso y su adicción a los maratones. Quería preguntarle qué es más agotador: finalizar una carrera de cuarenta y dos kilómetros, terminar una novela de seiscientas páginas o atender un bar con la barra llena. Eso, además de querer saber si su tono de voz suena igual a su tono literario -sí, esto último, un fetiche-, me hicieron ir el bici desde mi casa hasta la biblioteca.

Pero no pude entrar. A pesar de llegar con noventa y cinco minutos de antelación -el tiempo que dura un partido de fútbol, con reposición incluída- a la hora de su charla, en la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, no se pudo.

Eran las 5:25 de la tarde. Un tierno sol de un invierno con más cara (también puede leerse: máscara) de primavera, me alentó a sumarme a la fila de gente que se alargaba como un gusano sobre la Plaza de Lesseps y, entre las esculturas de hierro, bronce o cualquier otro metal, esperaba para entrar y oírle a partir de las 7.

¿Qué tiene este japonés, con aire de estrella de rock, para atraer a casi quinientas personas, a una charla de martes? En eso pensaba, cuando el rumor de la fila decía que el salón preparado tenía capacidad para doscientas personas y yo estaba casi diez o doce, tal vez quince puestos, más atrás. ¿Pueden ser veinte?

Quizás, adentro, Murakami iba a contar a qué se refiere De qué hablo cuando hablo de correr , un ensayo que escribió sobre su gusto maratónico; tal vez en el salón, junto a sus contertulios, el escritor compartiría el secreto de la eterna búsqueda literaria y fuese a contar, con su voz sonando a jazz, sin ser un disco rayado, de cómo escribió Kafka en la orilla, Tokio Blues o Sauce ciego, mujer dormida, un libro de cuentos que comencé a leer y nunca pude terminar. O simplemente fuese a contar de sus días como propietario y pinchadiscos en el ‘Peter Cat’ de Tokio.

Eso explica, quizás, el porqué estaban las dos señoras que, con carrito de compra y las barras de pan saliéndose por las esquinas de la bolsa, se apretujaban en la fila. De igual manera, también esperaban cinco o seis okupas que de seguro iban a escucharle y no a tomarse la biblioteca como una de sus casas libertarias; también permanecían en el sitio tres estudiantes que leían o hacían que leían estudiando para el examen de mañana. Siempre hay un examen mañana. De la misma manera, con visos de impaciencia, otra señora de pelo tan plateado que se confundía con el metálico de las esculturas, tenía la esperanza de un cupo. Lo mismo, los cuatro jubilados que, adelante, hablaban de la “Guerra” y, claro, de Franco. Y un par de enamorados que, ante su inminente entrada, mataban el tiempo (¿se puede matar?) besándose en una de las bancas de la plaza.

Todos estábamos para oír al escritor japonés. Todos estábamos a la espera. Murakami da para todo. Una literartura diversa para una fauna urbana igual de diversa. Allí reside el quid de la fila de quinientos en un martes de invierno, vestido de primavera. Bueno, el número de parados y desempleados también ayuda. Sin embargo, el éxito de este escritor se entiende en lo que le dijo a El Periódico: “Creo que las buenas historias pueden encontrar lectores en cualquier país y en cualquier idioma. Yo empiezo a escribir con la incertidumbre y la curiosidad de no saber lo que les ocurrirá a mis personajes y espero que mis lectores experimenten esa misma sensación”. Con los quinientos de esa tarde. el ex barman de ‘Peter Cat’ demuestra que lleva algo de razón.

Una fila de lectores tozudos, porque aún cuando el empleado de la biblioteca terminó de repartir un papel, a manera de contraseña, a la gente que alcanzaba a entrar, el gusano de personas siguió creciendo. Sin duda, los que estábamos allí, nos creíamos merecedores de algo más, tal vez una clave que nos llevase de la mano, más allá del punto final de una historia de Murakami.