Sobrevivir a un naufragio y vivir para contarlo

Montar un kayak en el mar, frente a la playa Santa Lucía (Provincia de Camagüey, extremo oriental de Cuba) es un plan tranquilo, pero si de por medio tienes que luchar para no morir ahogado, eso convierte dicha experiencia en una de las más inolvidables de tu vida. Y por qué no, hasta llegarías a recomendarla a tus lectores. ¡Claro, no morir ahogado, sino visitar el lugar! Cosa que hago en la revista Diners de Colombia, que llega a su número 500 y su editor nos pidió, a igual número de personas (dicen ellos: “de la vida pública nacional”), una recomendación, un lugar, un viaje, una experiencia. Aquí está la mía con la muerte.

Salí solo, en el kayak, rumbo a la barrera de corales que queda en frente de esa playa de casi 20 kilómetros de arenas blancas. Y en la mitad del trayecto, el oleaje -inusual en esa piscina natural- hizo que el plástico moldeado diera vuelta y me tuviera de cabeza, tragando agua durante varios segundos. ¿Minutos? Como pude, salí a flote y, después de una ardua lucha, regresé la embarcación a su posición normal, subí a ella y me senté a retomar la marcha. Respiré fuerte. Pero ahí me di cuenta que no tenía remo, pues el incidente había hecho que lo perdiera. Con la confianza de ser Ahab en busca de la ballena blanca, me lancé de nuevo al mar. El impulso alejó el kayak y me acercó al remo. Alcancé la pala, pero confirmé algo que siempre había pensado: “La educación que recibimos es un fracaso”. Nadie nunca me había enseñado a nadar con un remo en medio del mar. Primero intenté hacerlo y remar con él, sin kayak, claro está, pero fue inútil. Luego lo puse paralelo a mi cuerpo, y tampoco funcionó. Por último, decidí lanzarlo en forma de jabalina acuática, nadar hasta él, tomarlo, y volverlo a lanzar, todo esto en dirección al kayak, que cada vez se hacía más lejano.

Bajo el sol del mediodía cubano, con la panza llena y cansado por la lucha, la playa se transformó en una línea muy distante. Así que decidí abandonar remo y kayak y nadar para salvar mi vida. Primero lo hice al mejor estilo libre, luego pasé al rana, después hice dos brazas de pecho, pero al ver que no rendía, me di vuelta y nadé en la posición que más avanzó, de espaldas. Observé el cielo y sentí la muerte cercana. El pánico ya se había apoderado de mí. Traté de hacer pie. Sumergirme. Primero tocar suelo con el pie izquierdo, luego con el derecho, pero no alcancé el fondo. Al cabo de unos segundos, ¿minutos?, la pregunta estaba clara en mi cabeza ¿dignidad o morir? Obvio, decidí sacrificar lo primero. Como una yubarta en el Pacífico, emergí y salté lo que más pude para gritar: “¡Auxilio!”. Luego salté otra vez y salió un “¡Socorro!”. Por último dejé salir un “¡Me ahogó!”. Repetí una, dos, tres veces esta operación, pero nadie vino en mi ayuda. A lo lejos, en la playa, estaban los salvavidas, que luego me dirían: “Te veíamos todo el tiempo, pero pensamos que era tu primera vez en el mar y por eso saltabas de felicidad”.

Tiempo después, ¿minutos?, cuando ya estaba totalmente agotado y resignado a mi s(m)uerte, detrás de mí apareció una bicicleta acuática. Una mujer morena, de brazos gruesos y fuertes me tomó de los hombros y me subió. No sé cuanto tiempo transcurrió entre lo uno y lo otro. Pero de lo que estoy seguro es que la Playa de Santa Lucía de Camagüey, a pesar de su tranquilidad, guarda momentos extremos que puede significar ser salvado de las aguas y vivir para contarlo. Y hasta recomendarlo.

Pd. En esta historia no se maltrataron ni remo ni kayak. Los dos fueron rescatados finalmente por un salvavidas. ¿Debería escribir por un “salva-remos y kayak”?