Murakami

La literatura de Haruki Murakami está habitada por gatos. Las novelas y cuentos de este japonés, de jean y camiseta, están llenos de música -especialmente de jazz- y ambientes oníricos que desbordan sus páginas. De “estilo pop” lo etiquetan muchos de los consabidos expertos; aunque yo, sin ser crítico, solo uno más de sus lectores, por la mezcla de vertientes y lo armonioso de su discurso, lo consideraría más del tipo ‘chill out’. Literatura para relajar y dejar salir el alma, para que ésta camine un poco hasta un bar y se tome una cerveza de cuenta de Murakami. “Paga el japonés”, diría el alma ante los ojos atónitos del barman de turno. “Es que no llevo efectivo ni tarjeta ni bolsillos”, trataría de explicar sin razón.

De eso quería oírle hablar. De eso y su adicción a los maratones. Quería preguntarle qué es más agotador: finalizar una carrera de cuarenta y dos kilómetros, terminar una novela de seiscientas páginas o atender un bar con la barra llena. Eso, además de querer saber si su tono de voz suena igual a su tono literario -sí, esto último, un fetiche-, me hicieron ir el bici desde mi casa hasta la biblioteca.

Pero no pude entrar. A pesar de llegar con noventa y cinco minutos de antelación -el tiempo que dura un partido de fútbol, con reposición incluída- a la hora de su charla, en la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, no se pudo.

Eran las 5:25 de la tarde. Un tierno sol de un invierno con más cara (también puede leerse: máscara) de primavera, me alentó a sumarme a la fila de gente que se alargaba como un gusano sobre la Plaza de Lesseps y, entre las esculturas de hierro, bronce o cualquier otro metal, esperaba para entrar y oírle a partir de las 7.

¿Qué tiene este japonés, con aire de estrella de rock, para atraer a casi quinientas personas, a una charla de martes? En eso pensaba, cuando el rumor de la fila decía que el salón preparado tenía capacidad para doscientas personas y yo estaba casi diez o doce, tal vez quince puestos, más atrás. ¿Pueden ser veinte?

Quizás, adentro, Murakami iba a contar a qué se refiere De qué hablo cuando hablo de correr , un ensayo que escribió sobre su gusto maratónico; tal vez en el salón, junto a sus contertulios, el escritor compartiría el secreto de la eterna búsqueda literaria y fuese a contar, con su voz sonando a jazz, sin ser un disco rayado, de cómo escribió Kafka en la orilla, Tokio Blues o Sauce ciego, mujer dormida, un libro de cuentos que comencé a leer y nunca pude terminar. O simplemente fuese a contar de sus días como propietario y pinchadiscos en el ‘Peter Cat’ de Tokio.

Eso explica, quizás, el porqué estaban las dos señoras que, con carrito de compra y las barras de pan saliéndose por las esquinas de la bolsa, se apretujaban en la fila. De igual manera, también esperaban cinco o seis okupas que de seguro iban a escucharle y no a tomarse la biblioteca como una de sus casas libertarias; también permanecían en el sitio tres estudiantes que leían o hacían que leían estudiando para el examen de mañana. Siempre hay un examen mañana. De la misma manera, con visos de impaciencia, otra señora de pelo tan plateado que se confundía con el metálico de las esculturas, tenía la esperanza de un cupo. Lo mismo, los cuatro jubilados que, adelante, hablaban de la “Guerra” y, claro, de Franco. Y un par de enamorados que, ante su inminente entrada, mataban el tiempo (¿se puede matar?) besándose en una de las bancas de la plaza.

Todos estábamos para oír al escritor japonés. Todos estábamos a la espera. Murakami da para todo. Una literartura diversa para una fauna urbana igual de diversa. Allí reside el quid de la fila de quinientos en un martes de invierno, vestido de primavera. Bueno, el número de parados y desempleados también ayuda. Sin embargo, el éxito de este escritor se entiende en lo que le dijo a El Periódico: “Creo que las buenas historias pueden encontrar lectores en cualquier país y en cualquier idioma. Yo empiezo a escribir con la incertidumbre y la curiosidad de no saber lo que les ocurrirá a mis personajes y espero que mis lectores experimenten esa misma sensación”. Con los quinientos de esa tarde. el ex barman de ‘Peter Cat’ demuestra que lleva algo de razón.

Una fila de lectores tozudos, porque aún cuando el empleado de la biblioteca terminó de repartir un papel, a manera de contraseña, a la gente que alcanzaba a entrar, el gusano de personas siguió creciendo. Sin duda, los que estábamos allí, nos creíamos merecedores de algo más, tal vez una clave que nos llevase de la mano, más allá del punto final de una historia de Murakami.

Un Nobel con aires de personaje literario

 

Gao Xingjian

 

Cuando vi por primera vez a Gao Xingjian, durante la apertura de Kosmopolis 2008, en el Centro de Cultura Contemporánea de Barcelona (CCCB), de inmediato me dio la impresión de haberme encontrado con Satoru Nakata, ese personaje que tan bien describe el novelista japones Haruki Murakami en su novela Kafka en la orilla .

Y aunque el primero, el escritor y pintor, es un chino real, de carne y hueso, nacionalizado en Francia; y el segundo, Nakata, es un japonés de ficción, creado por Murakami para su novela, estoy seguro de que los dos guardan una semejanza. Un algo que los une y los hace ver como uno solo. Un sentir y ser que no solo está en el ver oriental de sus miradas.

O, por lo menos, eso fue lo que me quedó al oír y ver al premio Nobel del año 2000, en la jornada inaugural de la cuarta edición de lo que los organizadores llaman -y vaya si tienen razón-: “la Fiesta Internacional de la Literatura” (En otra actualización de blog, hablaremos de ello).

Esa noche, bajo una gran pantalla que anunciaba el quid, eslogan, leit motiv o como quieran llamarlo de Kosmopolis 08: “Escritores por el cambio”, con su pelo negro, blanco y gris; y vistiendo chaqueta y suéter negro, Gao Xingjian se subió al escenario. Pero a quién vi y escuché fue a Satoru Nakata.

Con un francés nada achinado, hablaba claro. No llevaba la bolsa de lona con sus pertenencias y su termo para el té, y no estaba Hoshino, el hincha de los Chunichi Dragons, que lo acompañó y siguió desde Tokio a Takamatsu en Kafka en la orilla. Pero Xingjian, con la misma sinceridad que Nakata conversaba y se entendía con los gatos en la historia, habló y conversó con las personas que esa noche, a pesar del frío otoñal, llenamos el recibidor del CCCB.

Entre frases sencillas y tranquilas, como si su fuera un apóstol del slow speak, para que el que escucha asimile y entienda de la mejor manera, el escritor chino contó, entre otras cosas, como durante la revolución cultural en ese país, fue enviado a trabajar diez años en el campo.

“En ese tiempo -dijo-, solo tenía la noche para escribir. Muchas veces lo hacía en la cama, iluminadome con cualquier vela o linterna. Y como eso estaba prohibido, en varias ocasiones, para que no me descubrieran, me tocó romper y destruir mis papeles”.

Pero su charla discurso no se quedó en eso. También, con la sencillez y el sentido común que le da a Nakata el andar desmemoriado, el Nobel argumentó, eso sí, con buena memoria, el porqué no cree que la obra de un artista deba estar ligada al compromiso político de querer cambiar el mundo.

El Nobel de literatura del 2000 (izq.) en Kosmopolis 08, Barcelona.
El Nobel de literatura del 2000 (izq.) en Kosmopolis 08, Barcelona.

“El trabajo de quien escribe -explicó- es tocar esos temas que los políticos no mencionan, ser un testigo directo de la condición humana y llevarla al papel, al lienzo, al vídeo, al cine. Por eso todavía leemos a Shakespeare o a Cervantes y no los discursos de los líderes y políticos mundiales. El papel de cualquier artista es despertar conciencias”.

Precisamente por llevar a la práctica esa idea, el autor de obras como La montaña del alma y Libro del hombre solo huyó de su país en 1988, donde fue acusado de “contaminación intelectual”. Allí, según él, sus trabajos no tienen ninguna difusión y su nombre no menciona para nada.

“Mis obras siguen censuradas en China y he sido borrado de la lista de ganadores del Nobel”, le contó el autor al periodista Josep Massot, en un artículo de La Vanguardia de Barcelona.

Sin embargo, tras una cara redonda con arrugas delgadas, que apenas se asoman y juegan alrededor de sus ojos; y una sonrisa que deja ver más su timidez que la felicidad, Xingjian, a los 68 años, camina por el mundo. Va de galería en galería, colgando sus lienzos, mostrando sus vídeos -“despertando conciencia”, me repitó-. La razón de su vida, tanto como caminar, es esa, crear. Despertar conciencias.

Tal vez de ahí que se me haya parecido a Satoru Nakata. Porque mientras Xingjian maneja el poder de la palabra y la creación con sus pinturas, sus obras de teatro, sus libros y vídeos, y con esto despierta conciencias; el viejo japonés de Kafka en la orilla tiene el don de la tranquilidad y la pausa, y además puede hablar con los gatos. Eso sin decir que, gracias a él, en la novela, Hoshino termina siendo otra persona.

Cuando la charla termino, lo vi quitarse el micrófono. Levantarse, oír con atención y darle la mano a una que otra persona que se le acercó. Luego bajó del escenario, se tomó una foto con uno, dos… tres admiradores. Al final, las puertas del ascensor se abrieron, él dio un paso adentro y no lo vi más. Quizás, esa noche, volvió a las páginas de donde había salido antes.