Periodismo punk: un atajo hacia El Dorado

Encontrar El Dorado no es fácil. En el siglo XVI muchos ‘buscasuertes’, vestidos de conquistadores, se dieron a esa tarea sin resultado alguno. Entre ellos, Gonzalo Jiménez de Quesada, Sebastián de Belalcázar y Nicolás de Federmann, cada uno por su lado, llegaron a la meseta cundiboyacense, en el centro de lo que era el Nuevo Reino de Granada (hoy Colombia), atraídos por la historia de un rey que se bañaba en oro y se lanzaba a una laguna. Movidos por su ambición, los tres aventureros solo se encontraron entre sí. No hubo rastro del rey y menos del oro. Frustrados en su empresa, Jiménez de Quesada, Belalcázar y Federman regresaron a España para tratar de repartir lo poco y mucho que habían descubierto. Así el mito de El Dorado siguió creciendo en historia y leyenda.

Sin embargo, otros, en otras latitudes, todavía lo intentan. Cinco siglos después, uno de ellos es el reportero Trebor Escargot, que no tiene espada ni religión como armas pero sí una grabadora -la Digital Voice Recorder Sanyo ICR-B50v2-, su libreta de apuntes, un ordenador, una cámara fotográfica y una mariconera negra de lona con un parche verde de Exploited, en la que carga un arsenal de drogas que lo (des)conectan con la realidad. Con esas herramientas, Escargot aterriza en Marina d’Or para escribir un artículo sobre este balneario en la costa levantina. Pero luego, su interés personal, encontrar El Dorado, lo hace cambiar de objetivo y trasladarse a Valencia, donde se desarrolla el V Encuentro Mundial de las Familias 2006, que incluye visita del Papa, otro rey que se baña en oro.

Entre esos pilares, y una serie de encuentros y desencuentros que le ocurren al protagonista, se mueve El Dorado, la segunda novela de Robert Juan-Cantavella (Almassora, 1976). Un joven autor que ya ha publicado Otro (Laia Libros, 2001) y el libro de relatos Proust Fiction (Poliedro, Barcelona, 2005). En su más reciente obra el escritor, que trabaja como traductor y periodista en Barcelona, se vale de su profesión y lleva a la ficción, como un alter-ego, a Escargot. Un autodefinido apóstol del Punk-Journalism. Término acuñado por el personaje, que no es otra cosa sino la mutación natural del New Journalism (Escargot se refiere a éste, por razones cronológicas, como “Old Journalism”, y razón no le falta) y el periodismo Gonzo de Hunter S. Thompson. Formas éstas que plantean, dentro del periodismo, un abordaje del tema que se trabaja, de tal manera que se llega a influir en él, y que convierte al reportero en parte importante de la historia, como un actor más.

Precisamente eso es (y hace) Escargot en El Dorado. El quid de la trama no es cómo o si encuentra su objetivo sino todo lo que le pasa al reportero, en primera persona, en pos de El Dorado. La historia no es el punto del encuentro de El Dorado, el punto en la historia es todo lo que le sucede al reportero alrededor de este hecho. Así Cantavella juega con el lector y Escargot. Y los lleva hasta el límite que divide a la realidad de la ficción. Esta frontera se vuelve más difusa y es allí donde el autor crea un nuevo espacio por el que transitan Escargot, el mejor amigo de éste: Brona, extraterrestres, vacacionistas, reyes, el Papa mismo y un largo etcétera.

Realidad y ficción sirven al autor para poner a caminar a sus personajes. Hasta el punto de que él mismo reportero, en uno de los capítulos, define el término y justifica su existencia: “El Punk-Journalism es periodismo sin carné, que tiene de eje central el aportaje… Un aportaje no es solo una mentira, también es una verdad. No falsifica aunque sí samplea. No miente. No es eso exactamente. Escribe una cosa diferente a la que dice contar, eso es todo”. Ahí está la clave para entender la obra de Cantavella. Literatura sampleada, literatura collage o  literatura de zapping son etiquetas que bien le cabrían a este tipo de trabajo que, además de una prosa sin ínfulas, utiliza un lenguaje acorde, que se vale del diario, correos electrónicos, mensajes SMS, cartas, manifiestos, entrevistas, listados, y hasta diálogos absurdos, pero válidos para el desarrollo de la historia.

Así esta novela es una obra que se mueve de digresión en digresión y que reta al lector, en una lucha cuerpo a cuerpo, a llegar hasta el punto final. Cantavella en voz de Escargot lo confiesa: “Así que, estimado lector, indefenso, triste y despactado, voy a inocularte a bocajarro una buena dosis de realidad deslumbrada o de periodismo diferido o de costumbrismo malversado… como prefieras. Tú decides”. Más adelante, en otro aparte del libro, añade: “Esto se trata de literatura en directo”, le dice Escargot a MAC (Mi Amigo el Camarero), por eso debes ir al punto en tu historia”, cosa que no aplica para sí el autor. Sin embargo, cuando se ha superado ese follaje de ramas en las que se va dividiendo (avanza) la historia, el lector podrá concluir que llegar hasta allí, el punto final, fue mejor que haber hincado la rodilla y darse por rendido en el camino tras El Dorado.

’Epiléptico’

He terminado de leer, el pasado fin de semana (oct. 24), Epiléptico (2009), la novela gráfica firmada por David B, publicada por Ediciones Sinsentido. Una obra que, en 373 páginas, reúne los seis álbumes de La ascensión del gran mal, serie editada por la francesa L’Association entre 1996 y 2003.

Al finalizar de leer esta obra gigantesca del cómic novelado, hay que decir que me ha impresionado bastante. No solo por la forma en que David B. (Pierre-Francois Beauchard) cuenta la historia de su familia -un padre, una madre y tres hermanos- en Orleans (Francia), a través de la enfermedad de su hermano mayor, Jean-Christope, sino por el trazo, la sencillez y el sentido común, con los que el pequeño, luego adolescente y depués adulto, Pierre-Francois asume su condición de cronista dentro de los Beauchard.

Es una historia que a primera vista bien podría juzgarse de triste, pero en el fondo lo que destaca es el valor de la condición humana para hacerle frente a algo desconocido, como es la enfermedad. El protagonista no es Jean-Christope, ni Pierre y menos la disfunción patológica, o la familia Beauchard, no. El verdadero eje temático de esta historia es la batalla que enfrenta ese grupo de cinco personas para, primero, entender la epilepsia y luego intentar vencerla.

Y es ahí, precisamente, en la palabra batalla donde está la clave de esta novela gráfica. De pequeño, Pierre sueña con las historias que le cuentan papá y mamá en la cena. Él le narra historias de la Biblia y ella la conquista de México por Cortés o el Miguel Strogoff. Y el pequeño lo único que se imagina son combates, cuerpo a cuerpo, a caballo, con lanzas, con garrotes…

De esa misma manera, después de que Jean-Christope sufre el primer ataque y la epilepsia se manifiesta en él, comienza la batalla de los Beauchard. Esto los lleva a recorrer, como bien lo menciona Quim Pérez en el prólogo, la ciencia médica y el extrarradio de ésta: la macrobiótica, la videncia, el espiritismo, el vudú, los exorcistas, los gurús, las terapias alternativas y hasta los charlatanes.  Esos son los ejércitos que le hacen frente, pero que también, en últimas, se vuelven contra los Beauchard, en su dura y fuerte batalla.

Epiléptico también muestra el crecimiento de un niño de la mano de héroes, como Gengis Khan, o el descubrimiento que hace éste de hechos como las Primera y Segunda Guerra Mundial, la independencia en Argelia de Francia o la guerra de Indochina, todas de voces cercanas a él. Y tiene como hilo conductor el mundo paralelo que crea el pequeño en el jardín de sus casa, como si de un fuerte de la Legión Francesa en medio del desierto africano se tratase, donde se siente cómodo con sus fantasmas, que no son que otra cosa que compinches de sus fantasías. Un lugar donde la realidad y el miedo no pueden entrar. Ni siquiera la epilepsia.

Barbie: “Soy una muñeca hueca”

Barbara Millicent Robert nació el 9 de marzo de 1959. La muñeca, que el mundo luego conocería como Barbie, se estrenó en la American International Toy Far, en Wisconsin (E.U). Desde entonces han pasado 50 años. Medio siglo de existencia en el que esta figura ha dejado de ser un simple juguete de niñas para convertirse en una diva de la moda y un símbolo de la cultura pop.

De paso por Barcelona, donde se exhibe una colección de las más representivas, en La Sala Vinçon del Paseo de Gracia -hasta el 29 de agosto-, la muñeca-maniquí-modelo de 1,75 metros de estatura, melena lisa, ojos claros y una boca cerrada que apenas entreabre para responder, me habló de algunos aspectos de su vida que rodean su cincuentenario.

Sin mover mucho las manos, luciendo un pantaloncito corto -que deja ver sus piernas eternas-, una blusa de color gris, unas botas de tacón de 10 centímetros y un sombrero de ala corta, Barbie me confesó que está cansada de ser una figura decorativa, pero que asume su trabajo y el paso de los años. “Es algo natural, contra lo que no hay nada que hacer, por más operaciones que la gente se haga”, dice con su voz suave y delgada.

En Colombia, cuando una mujer mayor no acepta el paso de la edad y se viste y vive como una adolescente se le dice “cuchibarbie”. Usted ya tiene 50 años, ¿siente que ya no es la Barbie de antes sino una “cuchibarbie”?

No. Madonna tiene 50; Nicole Kidman, 42; Cher, 63; Sharon Stone, 51; la Duquesa de Alba, Cayetana, 83; la edad no es sinónimo de decadencia sino de experiencia. Hay que saberla aprovechar y volcarla en lo que quieres ser y cómo lo quieres hacer. Además, una cosa es el estilo, que nunca se puede perder, otra la juventud, que es una cosa que pasa y ya. Hay que aceptarlo así.

A esta edad, ¿posaría desnuda en una revista para hombres, tipo Playboy?

Sí, ¿por qué no?. Creo que soy más natural y tengo más atributos que cualquiera de las chicas que salen en ese tipo de publicaciones. A mis 50 años no me he hecho una cirugia estética. Además les saldría económica, conmigo no tendrían que utilizar el photoshop.

¿Qué es lo más aburrido de la vida de una muñeca?

Que lo traten a uno como una porcelana, como un adorno, como alguien qué mostrar. No tener propia determinación, en otras palabras, que hagan con uno lo que quieran. Esto también se lo podrían contestar Carla Bruni de Sarkozy, la princesa de España, Letizia Ortiz de Borbón, o cualquier candidata en el Reinado Nacional de la Belleza en Colombia. Claro, tambien le pasa a Dimitir Medvédev con Vladimir Putin, en Rusia; o Mahmud Ahmadineyad con el ayatolá Alí Jamenei, en Irán.

Veo que está al tanto de la política internacional. ¿Cuál es su opinión sobre la presidencia de Obama en E.U.?

Es igual a los demás, pero con un pasado, presente y futuro más oscuro. El verdadero cambio en E.U. se dará cuándo el país vote a mi amiga Paris Hilton como su presidenta. Ahí empezará una nueva historia. ¿Se imagina la Casa Blanca toda rosadita? Eso sí sería estilo, como Cristina Kirchner en Argentina.

Usted no es la única muñeca famosa, otras colegas suyas, tambien lo son, por ejemplo, la matrioska rusa. ¿Qué le gustaría tener de ella?

La matrioska es una muñeca que tiene otras como ella por dentro, más pequeñas, eso la hace más interesante. Como si se pensara a ella misma, sin ser egocéntrica, sino pensándose para definir su lugar en el mundo. Yo, por el contrario, soy totalmente hueca. Dentro de mí no hay nada, pero soy profundamente superficial.

Aunque acordamos fuera de grabación que no le iba a preguntar por su relación con Ken, es imposible que no lo haga. ¿Cómo están, qué pasó con él?

Ken es un pasado que no quiero tocar. Sin embargo, a manera de exorcismo, le puedo contar que ahora la relación se reduce solo a lo comercial, como Tom Cruise y Katie Holmes. Ya no vivimos juntos, pero su contrato con Mattel lo obliga a estar en uno que otro lanzamiento de cualquiera de mis modelos. Él “salió del armario” y ahora disfruta su homosexualidad plenamente. Una amiga me contó que vive en Sitges con su nueva pareja, Woody, el vaquero de Toy Story.

Si no fue Ken, entonces ¿cuál es su hombre ideal?

De carne y hueso, el ‘Papi’ Silvio Berlusconi. Es tan culto, imagínese que sabe contar hasta 10. Y entre los colegas, Pinocho… con esa nariz para que olfato.

¿Conoce a ‘Uribito’, el muñeco del presidente de Colombia, Álvaro Uribe?

Sí, me lo presentaron en Caracas, en una fiesta que organizó su colega ‘Chavecito’. Me llamó la atención que fuera tan pequeño, solo mide 30 centímetros frente a los 51 de ‘Chavecito’. Creo que la prensa de su país lo hace ver más grande de lo que es en verdad. Es un juguete que me aburrió porque solo habla de guerras, bandidos y “trabajar, trabajar, trabajar”. ¡Ah! y de caballos. Es perfecto para que me cuide un rancho que tengo en Texas.

En el mundo del espectáculo se dice que usted tuvo un romance con Chucky…

Sí, pero a él le gustaba el sexo violento, y siempre estaba con ese cuchillo. Era una relación amorosa muy difícil de llevar. Es muy diabólico. No quiso casarse por la iglesia, por eso terminamos. Solo le gustan las diablas tipo Dolly Monthly, ¿recuerda esa modelo que fue portada alguna vez de la revista El Gusano?

¿Dolly Monthly? No… Pero ya que habla de amor, ¿qué significa ese sentimiento para usted?

Es muy difícil responder eso, pero le puedo decir que el amor, en cuanto a lo que a mí me toca, se reduce a que alguien que me vea en una vitrina, me compre por cierto precio y me lleve a vivir a su casa. Pueden creer que soy materialista, pero para que no se equivoquen y piensen otra cosa, de una vez les digo que sí, soy materialista.

¿Materialista histórica como Marx?

No, simplemente, materialista como Barbie.

Seamos materialistas como Barbie, un piropo para no olvidar…

Jijiji… uno que me llega al corazón: “Adiós, muñeca”.

A usted la han vestido los principales diseñadores del mundo, ¿se siente un ícono de la moda?

No. Como dice la canción de La Oreja de Van Gogh: “Mis ojos son dos cruces negras / Que no han hablado nunca claro, / Mi corazón lleno de pena, / Y yo una muñeca de trapo”. Eso soy yo.

Es una letra triste…

No puedo vivir una vida normal. Siempre he tenido una nube de gente, de periodistas, como usted, siguiéndome y preguntando… a veces me da envidia del anonimato que gozan otras de mis colegas, por ejemplo, las muñecas inflables o hinchables. Ellas van por el mundo y nadie les dice nada. Yo quiero esa libertad para mí. No quiero que me vistan, quiero que me desvistan y punto.

Sólo falta Roma (Instantánea de una celebración)

El partido FC Barcelona-CA Osasuna ya es historia. La estadística dirá que el marcador fue favorable al visitante 0-1. Gol del uruguayo Walter Pandiani, a tiro de esquina. Otro más que se come la defensa azulgrana de pelota quieta, como el de Gaizka Torquero, del Athletic de Bilbao, en la final de la Copa del Rey, y como otros tantos en esta temporada. Seguramente ‘Sir’ Alex Ferguson, con su Manchester United de siempre, volvió a tomar nota y tiene todo listo para atacar esta debilidad del Barça en el Olímpico de Roma, durante el duelo del miércoles que definirá quién se queda con la ‘Champions’.

El juego entre el campeón y los ‘Rojillos’ -que se jugaban la permanencia en la Primera del fútbol español- es pasado. Ahora el césped del Camp Nou está vacío. No hay jugadores. En el centro del campo, el trofeo de la Liga, que desde la tribuna de prensa la veo brillar tanto como la coronilla pelada de un Johan Cruyff en el palco oficial, espera por sus nuevos dueños.

La casi 78 mil personas que ocupan las graderías del estadio aplauden llevando el ritmo de la música. Una que otra bandera se agita a lo lejos. Puyol y Xavi encabezan la marcha del equipo de Pep Guardiola que regresa desde el vestuario, tras la derrota de esta noche, para celebrar la victoria del año. Enfundados en la misma camiseta que jugaron este 2008-2009 –durante el choque contra el Osasuna estrenaron el primer uniforme del siguiente campeonato- son recibidos por el público como guerreros que se marchan a conquistar otras tierras. Vuelan los papelitos azulgranas.

“Buenas noches”, resuena la voz de Puyol por los amplificadores del estadio. “Gracias por estar aquí –agrega el capitán-, ya tenemos dos títulos… ahora vamos por la ‘Champions’. La ovación como respuesta no se hace esperar. La fiesta continúa y los jugadores comienzan a pasarse el micrófono como si fuera la misma pelota que tan bien han tratado este torneo. Tuyo-mío. Mío-tuyo.

El turno es para Guardiola. Con traje y corbata gris, camisa blanca y zapatos negros, Pep parece más un Sinatra que un entrenador de fútbol. “El miércoles estos jugadores no nos fallarán”, dice como el mismo Frank cuando cantaba ‘My Way’. Y así, a su manera, le lanza el micrófono a Piqué. Éste se lo suelta a Xavi, quien dribla a Cáceres y se lo pasa a Iniesta. Todos prometen la ‘Orejona’. Así siguen Busquets, Messi, Valdes. Henry y su “es un placer jugar en un equipo así”; para que finalmente –quién sino-, Eto´o defina con un “este ha sido un buen año… si el miércoles hace falta correr 80 kilómetros para ganar lo haré”.

A esta hora, las 11: 38 de la noche, media hora después de haber recibido el trofeo, quizás por lo atronador de la pólvora, ya nadie se acuerda de la derrota contra el Osasuna. Menos de la expulsión del debutante Marc Muniesa –que entró por Sylvinho-, o de la también expulsión de Guardiola al protestar esa roja, lo que originó una ‘pañolada’ y rechifla general del público al árbitro Antonio Rubinos.

A esta hora todos ya tienen la mente en blanco. El color del uniforme que vestirá el Manchester United en el partido del miércoles. El último obstáculo que se interpone entre el Barça, el triplete (Copa del Rey-título de Liga-‘Champions’), y la historia.

Vea las fotos en http://www.facebook.com/album.php?aid=94175&id=584761639&l=ce124841e6

Rushdie

Fui con algo de temor. No tengo porque negarlo. Aunque hayan pasado 20 años desde que el fallecido ayatolá Ruhollah Jomeini pronunciara la fatua que codenaba y pedía el asesinato de Salman Rushdie por “blasfemar el islam”, según Irán, con el libro Los versos satánicos, y aún así, el mismo gobierno islámico la haya denegado tiempo después, el riesgo de Rushdie -y de estar cerca de él- es algo que no se puede hacer a un lado con facilidad.

De ahí mi prevención al asistir a la charla que tuvo el escritor de origen indio y criado en Gran Bretaña con su colega colombiano Juan Gabriel Vásquez, en la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona. Conversación en la que no hizo ningún comentario ni hubo ninguna pregunta ni de parte de Vásquez y menos del público presente sobre la ya anacrónica condena. Sin embargo, estar a pocos metros de él, viéndolo al alcance de cualquier seguidor de la proclama de Jomeini, fue algo que no me dejó estar totalmente cómodo dentro del salón.

Ocho agentes y un furgón de la policía autonómica de Cataluña, a la puerta de la biblioteca en la Plaza de Lesseps, a la postre, también incrementaron esa disposición. Claro está, este operativo fue mucho menos de lo que se vio en la ciudad durante la visita de Roberto Saviano. ¿Será qué, sin poner en medio el tiempo entre las dos amenazas, la de la mafia napolitana necesita mayor cuidado que la de de los defensores del islam?

Otra cosa que aumentó ese estado de alerta es que la misma fatua, a pesar de que el gobierno iraní ya la suprimió oficialmente, sigue “vigente”; pues el único que de acuerdo con la tradición la puede retirar es el mismo que la haya lanzado. En este caso, Jomeiní, pero una vez muerto, ¿cómo? De ahí que esa tarde, de primavera lluviosa, cualquier fundamentalista indepediente, de turismo por la ciudad, la hubiese podido hacer efectiva para cobrar los millones de dólares como pago por matar a Rushdie (En principio se dijo que se pagaba US$3 y luego se dobló a US$6). Eso, además de sacar un par de libros de la bibilioteca.

¿Quién podría matarlo aquí? ¿Quién, en la Jaume Fuster, tenía rostro y forma de asesino? Con esta pregunta -esperando que no pasara tal cosa- me metí en la fila para entrar a la conferencia y oír de su voz, sus historias e ideas sobre su carrera y su más reciente novela.

¿Será el tipo que está detrás mío y justo me preguntó: “¿Es esta la fila para la charla de Rushdie?” ¿Puede ser la señora de pelo de raíz negra y puntas rojas y que, proyectándose al futuro, lee la sección de obituarios de El País? ¿Será el calvo que teclea su móvil, quizás comunicando: “Estoy a tiro de hacerlo”? O ¿el tipo de chaqueta oscura y pelo engominado que camina como perdido? No, ya sé, la señora pequeña, de canas, que dificílmente camina apoyada en un bastón de aluminio con punta de plástico roja, el arma secreta y clásica para este tipo de atentados.

Cualquiera puede ser, hasta el que ojea Le Monde, el que pregunta por los libros del autor a la entrada o la señora que hace como que lee la revista Todogatos. Cualquiera puede serlo. Hasta yo mismo puedo ser un sospechoso. “Era un rasta alto y tenía una chaqueta naranja”, diría uno de los testigos del hecho.

En fin, que nada de eso pasó. Rushdie sobrevivió. Rushdie comenzó a hablar y me olvidé de la fatua, de Jomeini, de la señora de pelo de raíces negras y puntas rojas, y hasta de la que leía o hacía que leía la revista Todogatos; pues, lo que sucedió fue que conocí a un gran charlador. Un tipo, con cara de lechuza, encandilado por los flashes de los fotógrafos y las luces del salón de conferencias de la Fuster que, entre otras frases, dijo: “Lo único que nos diferencia de los animales es el hecho de contar historias. Todos somos el mismo animal, pero solo por ese hecho, nosotros somos la especie de las especies”.

¡El encantador de Bombay! Así, parafraseando el título de su más reciente novela, La encantadora de Florencia, se podría definir a este tranquilo Rushdie. Pero a diferencia de los legendarios encantadores de serpientes que se sientan o sentaban en cualquier plaza de una ciudad en la India, ponían los cestos sobre el suelo y comenzaban a tocar sus flautas para llamar la atención de las cobras (por favor, entiéndase que no hablo de los turistas sino de las serpientes), Rushdie no llevaba nada de esto. Ni instrumento ni traje ni turbante naranja. Vestía jean, chaqueta gris, camisa azul turquí y zapatos negros. Su música, esa tarde lluviosa, solo fue el valor de su palabra. Lo único que tiene un escritor para seducir al público. Lo único que tiene un escritor para defenderse hasta de la misma muerte.

Simpático y de buen humor y mejor rollo se le notó a este Rushdie que se definió a sí mismo como un escritor de ciudad. “Soy un chico muy urbano. Mis historias comienzan, se desarrollan y terminan dentro de una ciudad. Con frecuencia me pasa que quiero transformarme en uno de mis personajes para desaparecer dentro de mis libros”.

Lo peculiar de La encantadora de Florencia, la novela que vino a presentar, además de la historia de amor que la impulsa, entre un emperador y una mujer imaginaria, es que uno de los personajes es Maquievelo. Del que Rushdie dice que hay que reivindicar en la historia. “Se ha escrito tanto en contra suya, que ya hay que empezar a limpiarle la imagen. Espero que alguien hago lo mismo conmigo dentro de muchísimos años”, anotó entre las risas de las serpientes hechizadas en forma de personas dentro del auditorio.

Acercar a Oriente con Occidente, o a Occidente con Oriente -el orden de los factores no altera el producto-, de acuerdo con él, era otra de sus metas en este trabajo, que como elemento principal combina hechos históricos con ficción. “Son tan enormes e evidentes las diferencias, pero si uno se fija bien, se encuentran muchas similitudes entre los dos”, dijo al hablar de las dos sociedades, pero yo lo oí como si hiciera referencia a realidad y ficción.

Frente a la preocupación de una de las cobras encantadas, dentro del público, sobre el futuro de la novela escrita, el profesor honorario de Humanidades en el MIT y también premio Booker por Hijos de medianoche, no dudó en responder con la tranquilidad del caso: “Sobrevivirá y no hay que tenerle miedo a lo que pueda suceder con el género en el futuro. Porque la buena escritura pasa por todos los sentidos”.

Si lo dice él, que por ahora sobrevive a una fatua islámica vigente o no, habrá que creerle. Luego se puso de pie, se abotonó su chaqueta gris, levanto su mano y se fue con su cara de lechuza. Quizás espantada por tanta luz.

Murakami

La literatura de Haruki Murakami está habitada por gatos. Las novelas y cuentos de este japonés, de jean y camiseta, están llenos de música -especialmente de jazz- y ambientes oníricos que desbordan sus páginas. De “estilo pop” lo etiquetan muchos de los consabidos expertos; aunque yo, sin ser crítico, solo uno más de sus lectores, por la mezcla de vertientes y lo armonioso de su discurso, lo consideraría más del tipo ‘chill out’. Literatura para relajar y dejar salir el alma, para que ésta camine un poco hasta un bar y se tome una cerveza de cuenta de Murakami. “Paga el japonés”, diría el alma ante los ojos atónitos del barman de turno. “Es que no llevo efectivo ni tarjeta ni bolsillos”, trataría de explicar sin razón.

De eso quería oírle hablar. De eso y su adicción a los maratones. Quería preguntarle qué es más agotador: finalizar una carrera de cuarenta y dos kilómetros, terminar una novela de seiscientas páginas o atender un bar con la barra llena. Eso, además de querer saber si su tono de voz suena igual a su tono literario -sí, esto último, un fetiche-, me hicieron ir el bici desde mi casa hasta la biblioteca.

Pero no pude entrar. A pesar de llegar con noventa y cinco minutos de antelación -el tiempo que dura un partido de fútbol, con reposición incluída- a la hora de su charla, en la biblioteca Jaume Fuster de Barcelona, no se pudo.

Eran las 5:25 de la tarde. Un tierno sol de un invierno con más cara (también puede leerse: máscara) de primavera, me alentó a sumarme a la fila de gente que se alargaba como un gusano sobre la Plaza de Lesseps y, entre las esculturas de hierro, bronce o cualquier otro metal, esperaba para entrar y oírle a partir de las 7.

¿Qué tiene este japonés, con aire de estrella de rock, para atraer a casi quinientas personas, a una charla de martes? En eso pensaba, cuando el rumor de la fila decía que el salón preparado tenía capacidad para doscientas personas y yo estaba casi diez o doce, tal vez quince puestos, más atrás. ¿Pueden ser veinte?

Quizás, adentro, Murakami iba a contar a qué se refiere De qué hablo cuando hablo de correr , un ensayo que escribió sobre su gusto maratónico; tal vez en el salón, junto a sus contertulios, el escritor compartiría el secreto de la eterna búsqueda literaria y fuese a contar, con su voz sonando a jazz, sin ser un disco rayado, de cómo escribió Kafka en la orilla, Tokio Blues o Sauce ciego, mujer dormida, un libro de cuentos que comencé a leer y nunca pude terminar. O simplemente fuese a contar de sus días como propietario y pinchadiscos en el ‘Peter Cat’ de Tokio.

Eso explica, quizás, el porqué estaban las dos señoras que, con carrito de compra y las barras de pan saliéndose por las esquinas de la bolsa, se apretujaban en la fila. De igual manera, también esperaban cinco o seis okupas que de seguro iban a escucharle y no a tomarse la biblioteca como una de sus casas libertarias; también permanecían en el sitio tres estudiantes que leían o hacían que leían estudiando para el examen de mañana. Siempre hay un examen mañana. De la misma manera, con visos de impaciencia, otra señora de pelo tan plateado que se confundía con el metálico de las esculturas, tenía la esperanza de un cupo. Lo mismo, los cuatro jubilados que, adelante, hablaban de la “Guerra” y, claro, de Franco. Y un par de enamorados que, ante su inminente entrada, mataban el tiempo (¿se puede matar?) besándose en una de las bancas de la plaza.

Todos estábamos para oír al escritor japonés. Todos estábamos a la espera. Murakami da para todo. Una literartura diversa para una fauna urbana igual de diversa. Allí reside el quid de la fila de quinientos en un martes de invierno, vestido de primavera. Bueno, el número de parados y desempleados también ayuda. Sin embargo, el éxito de este escritor se entiende en lo que le dijo a El Periódico: “Creo que las buenas historias pueden encontrar lectores en cualquier país y en cualquier idioma. Yo empiezo a escribir con la incertidumbre y la curiosidad de no saber lo que les ocurrirá a mis personajes y espero que mis lectores experimenten esa misma sensación”. Con los quinientos de esa tarde. el ex barman de ‘Peter Cat’ demuestra que lleva algo de razón.

Una fila de lectores tozudos, porque aún cuando el empleado de la biblioteca terminó de repartir un papel, a manera de contraseña, a la gente que alcanzaba a entrar, el gusano de personas siguió creciendo. Sin duda, los que estábamos allí, nos creíamos merecedores de algo más, tal vez una clave que nos llevase de la mano, más allá del punto final de una historia de Murakami.

Sonríe… estás en Barcelona

“Un puerto sin putas es como un puerto sin mar. Antes de que esta ciudad tuviera nombre, ellas ya estaban aquí”. Así, tajante, se expresa Antonio. No hay rabia en su rostro a esa hora de la mañana sobre el Paseo Marítimo del barrio La Barceloneta. Y menos tiene rencor sobre la noticia que lee en El Periódico y que cuenta de un operativo en otro barrio de Barcelona, El Raval, para cortar de una buena vez con la prostitución en la ciudad.  “Como si se pudiera”, añade.

Lo que respira y se nota en este pescador, que viste jean, chaqueta oscura y bufanda vino tinto, es sentido común. El mismo que le hace caminar mientras observa detenidamente el Mediterráneo. De algo más de 70 años, el viejo se toma su tiempo. No lleva prisa o no conoce esa palabra. Después de dejar El Periódico, da uno, dos, tres y hasta cuatro pasos, luego se detiene para que el sol caliente su piel.

Sin ninguna extrañeza me mira. Y como si fuéramos dos viejos amigos en La Barceloneta, su barrio, me pregunta qué hago allí. “Tengo que contar una historia de 48 horas en Barcelona”, le respondo al tiempo que se voltea y pone la cara al sol, con sus manos atrás. Mira al mar como un filósofo que busca respuestas o un inmigrante que recuerda otras tierras.

“Yo llegué siendo un chaval y le puedo asegurar, siendo fiestero y todo, que solo he vivido la ‘B’ de la palabra, a esta edad, me falta el ‘…arcelona’”. Se ríe y muestra dos oquedades sinceras. Luego se queda callado y sigue su camino. No se despide. Quizás, como todo marinero lo sabe, siempre habrá otro puerto. Otro lugar para cruzarse.

Antes de que se vaya le pido tomarle unas fotos, pero me dice que su cara son las palabras. Que esas, ya las mostró. Sin embargo, en una imagen queda él y, de fondo, un polémico hotel que construyen en esta playa. Tiene forma de vela. De “mamotretro y forúnculo” lo tildan en la prensa local. “De los 178 metros pensados al comienzo, la construcción invasora, que ha subido el ánimo de los vecinos, se quedó en cien”.

Pasado y futuro de una ciudad llena de contrastes. De una ciudad que, quizás como una de las putas de la calles Sant Ramón, Sant Pau y Robador, en El Raval, se vende por necesidad y no por gusto. De una ciudad que se ofrece al turismo para ser visitada pero que sus habitantes más arraigados están cansados de los ‘guiris’ y su fiesta. Que no es otra cosa sino ruido. De un lugar cuyo Ayuntamiento es capaz de pagar, se dice, un millón de euros, para que Woody Allen filmara por sus calles y pusiera en el título de su penúltima película el nombre de la ciudad.

Así quieren venderla. Buscan que más gente venga de visita, de paseo, o para invertir en ella. Para eso ya se terminaron las obras de ampliación en el aeropuerto de El Prat. La nueva terminal tiene el tamaño de 82 campos de fútbol. Cuatro mil trabajadores de 56 nacionalidades trabajaron en el proyecto. De esa manera, podrá recibir 70 millones de pasajeros al año. Cifra que comenzará a sumar a partir del verano de 2009, cuando abra sus puertas y pistas. Cuando aterricen más turistas.

Y es que ya no se sabe quién es de afuera y quién de adentro. “A mí madre, que ha vivido toda la vida aquí, el otro día le quisieron cobrar 10 euros por entrar a la iglesia donde siempre ha ido a rezar”, me cuenta uno de los vecinos en Can Maño. Por eso ya hay una iniciativa, sacar una tarjeta que los haga tener derechos por encima de otros. Una tarjeta tipo supermercado que les facilite la vida, en su barrio, a precio de lugareño.

Allí en Can Maño, un pequeño restaurante con no más de quince mesas, al que un crítico de cocina lo definió como “un monumento a la honestidad” -para qué escribir más-, y al que llegué solo siguiendo las indicaciones de los camioneros de Colombia, “come donde veas a la gente del lugar”, pedí un pescado al ajillo en aceite de oliva. Lo que en cualquier restaurante de Barcelona podría costar cuatro veces más, sin tener la misma calidad, aquí lo sirven por cuatro euros y además, tiran –literalmente-  algo de pan y ponen una botella de vino tinto que puedes tomar a tus anchas.

Comida casera para viajeros, no para turistas, con tiempo para oír y contar historias. Como la de ellos mismos, el padre y los hermanos Montolio, que compraron el lugar, un bar venido a menos, pero que siguieron con el mismo nombre y no le pusieron carteles o anuncios en la fachada “para guardarle respeto al dueño anterior”. ¡Honestos! Tanto que una de las comensales, con rasgos orientales, al terminar, no duda en sacar su violín y brindarles su música. “Es la mejor de las propinas”, dice Bernardo Montolio cargando a su nieta, tras el mostrador.

Quizás uno de los grandes hechos para que Barcelona no sea la ciudad de sus habitantes sino la de una horda de gente que viene, sale de juerga, y se va, fueron los Olímpicos de 1992. Desde que la llama se apagó, con la clausura de los Juegos en el verano de ese año, la Ciudad Condal ya nunca fue la misma de antes.

 

Muestra de ello es el Puerto Olímpico. Allí también se come bien. Pero se paga más en lugares como La Fonda, El Tinglado o La Barca de Salamanca. Todo forma parte de La Villa, construcciones elegantes, modernas y cuadradas que contrastan con la Ciutat Vella (Ciudad Vieja), y los legendarios barrios de El Raval, El Gótico y El Born; de calles que se pueden cruzar de un solo paso y donde los mapas ni los GPS funcionan, pues siempre la personas terminan perdiéndose en su mundo circular.

Hay otros sitios donde caminar es un gusto. Como el Paseo de Gracia. No tanto porque en ese lugar marcas como Adidas, Nike, Gucci, Louis Vuitton, Lacoste, Channel y Armani, tengan sus tiendas, o para ver cómo los migrantes africanos extienden sus mantas de ventas ambulantes e ilegales -siempre listos para huir de la policía-, sino por conectarse con la huella de Gaudí y la ciudad. Sello que va desde el Parque Güell, pasando por la Sagrada Familia, hasta los ‘panots’, baldosas hexagonales, diseñadas por el arquitecto catalán, que forman figuras marinas y están en todas las aceras del Paseo, entre la Avenida Diagonal y la Plaza Cataluña. Baldosas que muchos de los vistantes terminan arrancando para llevarse un verdadero recuerdo de la ciudad.

Allí, precisamente donde termina el Paseo de Gracia, frente al Hotel Barcelona, está Navarra. Un restaurante tradicional de comida española, tapas y montaditos, donde decido tomarme una copa de sangría por cuatro euros. A la vista de Salvador Dalí, con su bigotes en espiral, y su esposa Gala, de gafas oscuras y perlas, que toman cerveza San Miguel, en una de las fotos que adornan el lugar y certifican sus años en el negocio. Quien me atiende es Nico, un chileno que añora a su Colchagua, de la segunda división del fútbol, y su O’Higgins, de primera.

 

Con alrededor de 27 ó 28 años, este barman lleva cuatro en la ciudad. Sueña con regresar a su país y poner una cabaña en la playa de ‘Pichilemu’ (en lengua mapuche significa árbol o bosque pequeño). Nunca ha ido a un McDonald porque no sabe qué le están dando y de comida siempre prefiere un par de tapas y una caña. Precisamente, comenzamos y terminamos hablando sobre la diferencia entre montadito, pintxo y tapa. “Pues nada -dice en su chileno-catalán- montadito es pan y algo encima, que puede ser queso manchego, nueces, solomillo, jamón, o brochetas de langostino; pintxo, así le dicen en el País Vasco porque lleva un mondadientes que cruza los ingredientes; y tapa es algo cortado, en porción, como la tortilla de patatas”.

Sabiendo eso, ya nada importa. Camino por la Rambla. A esa hora de la noche hay menos gente. Tanto que me animo a pasar por La Boquería. Después de que la riada de turistas se ha ido, a eso de las 5 de la tarde, el mercado vuelve a ser el lugar para que los residentes hagan la compra. Antes es imposible recorrerlo. La caterva de ‘guiris’, como le dicen despectivamente a los visitantes, junto con el cardumen de japoneses, no dejan espacio. Estos últimos se mueven igual que los peces, van juntos a todo lugar y cuando cualquiera saca una cámara, los demás lo imitan. Van y vienen y si uno se mete entre ellos, pasa lo mismo que al nadar entre un banco de peces, se abren para protegerse y luego se vuelven a unir.

La noche crece y como es miércoles de ‘Champions League’, el lugar indicado para ir es el Temple Bar, en la calle Ferran. Como su nombre lo indica, un templo del fútbol y la barra. Una gigante proyección al fondo del sitio y dos pantallas planas sobre la barra, hacen de este lugar, el mejor sitio para ver el fútbol. Hasta tres partidos al tiempo se pueden seguir. Eso sí, al ritmo de una Guinness, Murphy’s o Foster’s. Cuando el Barcelona no juega de local en el Camp Nou, nada mejor que un bar de la ciudad para seguir al equipo azulgrana. “Es mejor que ir al estadio, porque allá solo venden cerveza sin alcohol”, dice un inglés que esa noche le hace fuerza a su Liverpool.

Con el paso de las horas, la panza necesita algo de comida. Antes de seguir la marcha en otro bar, y de esquivar a uno que otro indio que me ofrece la lata de cerveza a euro (producto que a veces cambian por rosas o, si el clima así lo pide, por paraguas) decido detenerme en ‘Menjar per emportar’. Un pequeño lugar en el Gótico, que se anuncia en cuatro idiomas como un sitio de comida paquistaní para llevar. Su especialidades: Falafel, Shawarma y Durum. Farud, su dueño, dice que lo que le hizo viajar hace 20 años a España fue, paradójicamente, el “pan y el hambre”.

A la vuelta, en la plazoleta George Orwell, está Bahía. Ahora llueve. Y como cosa rara, en la noche de Barcelona, la plaza está desocupada. No hay una sola persona en ninguno de sus tres ángulos. La lluvia ha hecho que la gente que se reúne en este lugar, se resguarde en alguno de los cinco o seis bares que dan a la plazoleta, que también se conoce como el ‘Trip’ o ‘Tripi’, no solo por su forma triangular sino por las pastillas que venden en las manzanas contiguas.

Bahía se destaca de los demás. La guía alternativa de Barcelona, que hace un personaje conocido como Mr. Gondonsky, lo  define como el bar de ‘La Guerra de las Galaxias’. “Es un lugar al que llega gente de todo lado, un extraterrestre se sentiría bien, porque las pintas y las caras son tan extrañas, que él pasaría desapercibido. Solo sería otro más en el Bahía”, dice y eso lo corrobora José, uno de los ‘barmans’ cuando me pasa mi tercera Estrella Damm, que pago a 2,40 euros. Esta noche, la holandesa Stephanie Ringes canta y estrena su disco ‘La Flamme Nocturna’ y todo vuelve a encender.

La noche termina, pero no la fiesta. Hay tiempo para ir a Poble Sec. El barrio donde nació y creció Joan Manuel Serrat, en la calle Nou de la Rambla está el Bagdad. Dicen los que saben, que noche sin sexo en la ciudad, así sea solo viéndolo, no sería una noche en Barcelona. Ni modo. El Bagdad es una institución y hay que visitarlo. Entrar no es cómodo para el bolsillo. Son 90 euros y 20 más para incluir algo de consumo.

 

Está abierto desde las 11 de la noche hasta las 6 de la mañana. Y claro está, no dejan entrar o por lo menos utilizar cámaras de video o fotográficas. Un cartel a la entrada lo anuncia y un ‘segurity-man’ lo certifica. Entre sus espectáculos eróticos se destacan el de Karina, la stripper contorsionista, o el de Melissa, la única mulata que le pone color y sabor brasileño al sitio.

Entre el público conozco a Max Cortes. Un catalán de 37 años, que recién recibió en Bruselas, en el festival erótico de la capital belga, dos estatuillas por su trabajo en el medio. “No veáis mis películas con palomitas”, me dice. “Ha actuado en casi dos mil cintas y dirigido 45”, me susurra su acompañante al oído.

Pero ya está bien… es de madrugada y el frío hace que la temperatura esté por los 5 grados. Decido tomar camino rumbo a casa, en el distrito de Horta-Guinardó. No sin antes pasar por el Marsella, en El Raval. Una cerveza en ese bar, que dizque fue fundado en 1820, no estaría mal. Allí se confirma perfectamente esa frase que dice un personaje en ‘La Sombra del viento‘, la novela de Carlos Ruiz Zafón, “como todas las ciudades viejas, Barcelona es una suma de ruinas”.

Camino por la calle D’Espalter. En cada esquina, como si estornudaran, los ‘camellos’ (jíbaros o ‘dealers’) del sector me ofrecen de todo. ¡Hachís!, dice uno de ellos, entre dientes, a lo que irónicamente respondo: “¡salud!”.

Al llegar al cruce de la calle Sant Pau con Sant Ramón, la cortina metálica está cerrada. El Marsella no está abierto así que, definitivamente regreso a casa. Cuando comienzo el camino, mi mirada se cruza con unos ojos verdes. Son de una chica blanca, de unos 25 años, que me pregunta “¿vamos?”.

Le pongo cara de no haber entendido. Y ella, debajo de su pelo negro y metida en un pantalón fucsia, botas altas, hasta antes de las rodillas y protegida del frío por un suéter cuello de tortuga, es más directa: “¿quieres follar conmigo?”. “Es linda, de verdad”, pienso y solo le pregunto su nombre y su país. “Me llamo Crina y soy rumana”. Quizás como Barcelona, no se venda por gusto sino por necesidad. Me voy a dormir, recordando el lema de una campaña de la oficina de turismo de la ciudad: “¡Sonríe… estás en Barcelona!”.

Publicado en revista DONJUAN

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Íngrid Betancourt no fue ninguna cagona

Tras su retención, en el 2002, y vuelta a la libertad, en julio pasado, Íngrid Betancourt se ha convertido en un personaje de reconocimiento mundial. No sería para menos, después de seis años de estar secuestrada en la selva por las Farc, la ciudadana mitad colombiana-mitad francesa ahora es un símbolo de la lucha contra este delito. 

Por eso va y viene. Desayuna croissant, junto a Sarcozy y Carla Bruni. Come un bocadillo de jamón de bellota, con Rodríguez Zapatero. Almuerza congrio a la chilena, con Michelle Bachelet. Toma la merienda, en Nueva York, con el secretario general de la ONU, Ban Ki-Moon; el menú es coreano: Kimchi (verduras fermentadas) y pasta de Doenjang con salsa de soja. Y, para terminar, cena con el papa Benedicto XVI, algo liviano, langostinos; y de postre, el favorito de Su Santidad, strudel de manzana. Es que, literalmente, al símbolo hay que alimentarlo.

La fama de Íngrid es tal, que la presidenta de Argentina, Cristina Fernández Kirchner, tras su visita en ese país, forzó en días pasados un encuentro de las dos con Madonna, que pasaba por allí. No hubo asado argentino ni chinchulines, pero la foto de la Presidenta, la cantante y el símbolo, dio la vuelta al planeta. Ingrid de nuevo en las primeras planas del mundo.

Sin embargo, todo este ir y venir, todo ese trabajo de relaciones públicas no le alcanzó a la ex candidata presidencial en Colombia para lograr el maximo reconocimiento que puede conseguir una figura mundial en Barcelona: ser uno de los treinta mil caganers (cagones sería la traducción al castellano) que se exhiben y venden este año en la Feria de Santa Lucía, frente a La Catedral de la Ciudad Condal.

 Sí. Fui a buscarla. Con un sentimiento que mezclaba la pena y el orgullo colombiano, pero no la encontré. En los estantes del local de caganers, vi que Hugo Chávez repetía, literalmente, cagada, pues el año pasado también estuvo; que Carla Bruni, a pesar de su imagen de primera dama francesa, es tan humana como usted o como yo; que Rafael Nadal hace tanta fuerza como la que emplea para vencer a Federer, que con razón Lula Da Silva es el presidente de “O pais mais grande do mundo”, que Rajoy y Zapatero hasta en esto puntean en la política española. Tampoco faltan ni la Familia Real ni el papa Benedicto XVI… pero Ingrid no estaba por ningún lado.

“Preguntan mucho por Fidel (Castro), pero por ella no”. Así respondió Marc, el artesano y vendedor, en su puesto de caganer, cuando le pregunté si tenía a Íngrid Betancourt entre sus tantas figuras de barro. “Habrá que hacerla para el próximo año -añadió mientras vendía por 15 euros a un Barack Obama que, sin mucho estreñimiento, también aquí pudo-. La figura como caganer del nuevo presidente de EE. UU. es la más vendida de la feria.  

Según la explicación de los expertos, esta escatológica tradición tiene su origen en el siglo XVIII. “Es una figura obligada en los belenes (pesebres), puesto que la gente decía que con su deposición abonaba la tierra y así la fertilizaba para el año siguiente. Colocar esta figura en el Belén, traía suerte y alegría, no hacerlo comportaba desventura”. Y ¿es que si la caca de Ingrid, Premio Príncipe de Asturias de la Concordia, Legión de Honor en el grado de Caballero de Francia, y hasta postulada al Premio Nobel de Paz, no sirve cómo abono, pues tampoco sirven la de Nadal, Fernando Alonso, o los jugadores del Barça.

“No”, respondió Marc, al ver que mi enojo y demanda podía crear un litigio internacional y llegar hasta el Tribunal de La Haya. “Te prometó que para el 2009 la tendremos… eso sí, si no la compran, pues la sacamos del mercado”, agregó. Entonces me fui tranquilo. Quizás Óscar Morales, el barranquillero creador en Facebook de ‘Un millón de voces contra las Farc’, podría hacer un llamamiento por ese medio para marchar bajo el lema ‘Un millón de voces para que Ingrid sea una cagona (caganer)’… eso seguramente que presionaría para tenerla en el puesto de Marc.

Caminé por la Avenida Catedral, rumbo a casa, tranquilo porque en el 2009 vamos a tener a Ingrid aquí. Me fui leyendo en mi mente lo que dirían los titulares de la prensa en Colombia, registrando la noticia como el triunfo de toda una nación. El Tiempo: “Ingrid, la primera ‘caganer’ colombiana”; El Espacio: “La mierda de Ingrid aterriza en Barcelona”; El Espectador: “Esperanza en la tierra catalana, gracias a las heces de Ingrid”; El Heraldo: “Comienza el Carnaval de Barranquilla”; El País (de Cali): “Ingrid hizo popó en Barcelona”; y El Gusano, la única revista que no tiene eslogan: “¡La cagó, Ingrid la cagó!”.

Allí, además de sus amigos, seguramente estarán Mariano Rajoy, líder del Partido Popular, y Rodríguez Zapatero, presidente del Gobierno español, con los brazos cruzados, y otra partes muy apretadas, para darle la bienvenida que merece. Mucha suerte a Ingrid, pero a la caganer.

El derbi de las patatas fritas (Barcelona vs. Real Madrid)

Parafraseando a los parafraseadores de los expertos: “la imagen lo dice todo”. O mejor dicho, la foto resume lo que se verá el sábado en el Camp Nou. Las patatas (papas) fritas del Barcelona FC contra las del Real Madrid. El ambiente está bastante crocante.

Las primeras, las azulgrana, están muy bien aceitadas. Muy bien peladas y cortadas, además de enjuagadas por suficiente agua otoñal. Es que el chef que las prepara no improvisa nada y hasta las ha rodeado de bastante prensa, digo, papel, para que les chupe la grasa y no se pasen de aceite.

“Sabe hacer patatas”. “Fue una de ellas”. “Es un motivador y ahí está el secreto de que le queden tan crocantes y se sientan tan sabrosas”. “Le habla a cada una de ellas”. Estos son algunos de los comentario de quienes se han pasado por el Camp Nou y las han probado.

En el otro paquete, las cosas no son iguales. Se sienten pasadas de sal. Además, algunas están muy blandas y se parten con solo mirarlas; otras, por su lado, salen muy duras y no dejan buen sabor de boca. “Están hechas con técnica alemana”, refunfuñan y casi que se excusan en Madrid.

Los dos paquetes se enfrentan el sábado. Y aunque todo parece indicar que el azulgrana tiene mejores ingrendientes, todo puede pasar en el mundo de las patatas fritas. Como alguna vez dijo una persona, recordando a un experto: “en esto de las patatas no se puede cantar victoria sino hasta después del último crujido”.

Sin embargo, yo me inclino por el paquete blanco. Y ¿usted?

Amanecerá y crujiremos.

“Feliz cumple, Woody”, de Vicky, Cristina y no de Barcelona

El uno de diciembre Allen Stewart Konigsberg cumplió 73 años. Y para quienes este nombre no les remita a una cara conocida, quizás si les diga que se trata de un guionista y director estadounidense de origen judio, que mide 165 centímetros y que ha hecho un sinnúmero de filmes, pasando por Manhattan hasta la actual Vicky Cristina Barcelona (VCB), de inmediato recuerden, tal vez, que se trata de Woody Allen.

Aprovechando esa fecha y el que su cinta más reciente está directamente ligada al sentir de Barcelona, —fue rodada en su mayoría en esta ciudad-, un amigo mío, Fabián Álvarez Motato, al mejor estilo paparazzi, vigiló la estatua que le hicieron en honor al director en Oviedo, para constatar cuántas personas se acercaban a felicitarle por su cumple… y por ahí derecho, agradecerle por la más española de sus ‘pelis’.

Al comienzo de la mañana, al Allen de metal se le vio muy solo en la calle de las Milicias Nacionales, en el centro de Oviedo. Ni fanáticos ni seguidores. Ni siquiera los turistas, tan adictos y necesitados a las fotos “yo estuve en…”, se encontraban a su lado. Quizás caminaba pensando que debió haber hecho VCB en blanco y negro, al estilo Manhattan (1979), para darle un aire de obra maestra y quitarle ese aspecto que algunos críticos han comparado con una guía de turismo, un video institucional de dos horas de Barcelona o un “artículo de revista de avión”, como se refirió acerca de la película el escritor mexicano Juan Villoro. 

 

Con el paso del tiempo, tres personas aparecieron en la calle y la cara de ansiedad de la estatua, que hizo Vicente Santarua, esbozó algo de felicidad, pero las tres siguieron derecho sin determinar el homenaje en bronce al premio Príncipe de Asturias de las Artes de 2002Pasaron como si formaran parte de ese 67 por ciento del público que, según el sondeo de La Vanguardia, desde que la cinta se estrenó el 19 de septiembre, vio el filme y no le gustó. Por eso, sobre el mismo sitio, como quién vuelve a la misma pregunta de siempre, la estatua siguió caminado… y cavilando.

Y qué tal si a cambio de Giulia & los Tellarini, que cantan: / Por qué tanto perderse / Tanto buscarse / sin encontrarse… / Barcelona / te estás equivocando / no puedes seguir inventando / que el mundo sea otra cosa / y volar como mariposa… /; sí,  qué tal si en vez de ellos hubiera partido otra vez de Rhapsody in Blue del buen George Gershwin, como hice con Manhattan… y por ahí mismo le hubiera metido algo de mi clarinete con la New Orleans Jazz Band”, pareció oírsele pensar en voz alta.

Justo en ese instante, mientras la estatua seguía, paso a paso, con sus dudas, cual personaje de una de las películas del hombre que la inspiró, la cámara de Álvarez tomó el momento de lo más cerca que estuvo una persona de saludar, aquel día, la obra a tamaño real de Woody -como lo vemos en la anterior imagen-. “No quiero salir en una foto con éste, protestó el transeúnte -al que solo se le ve una pierna-, señalando al bronce. Con VCB no rememora a Manhattan sino al primer filme de su carrera: Toma el dinero el dinero y corre (1969), añadió en referencia a que se dice que el Ayuntamiento (Alcaldía) de Barcelona le pagó un millón de euros al Allen de carne y hueso, y la Generalitat (Gobernación), otros 500 mil por filmarla en los lugares más conocidos de la ciudad. Eso, además, de poner su nombre en el título. 

Acongojada por semejante desproporción de comentario, a la estatua no se le cayó la cara de la vergüenza pero sí las gafas. Se sintió más sola que Mia Farrow al darse cuenta que su (entonces) esposo mantenía una relación con Soon Yi, una de sus hijas adoptivas. El bronce trató de decir palabra, pero se dio cuenta de que las estatuas no hablan. Sin embargo logró farfullar algo del sí mismo de carne y hueso. “Cuando comencé a escribir el guión, no pensaba en otra cosa que no fuera crear una historia en la que Barcelona fuera un personaje más… quería rendirle un homenaje, porque me encanta esta ciudad y porque me encanta España. Una historia asi solo podría ocurrir en un lugar como París o Barcelona”.

A favor de Allen, ejerciendo de abogado del diablo -con el perdón del diablo-, puedo decir que ya vi VCB y me gustó. Claro no soy un crítico, formo parte de la multitud, pero me divertí. Eso sí, no me reí tanto como en Misterioso asesinato en Manhattan (1993), El dormilón (1973) o Poderosa Afrodita (1995); ni me deslumbró como Manhattan, ni es tan contundente como Match Point (2005), pero se puede decir que es una ‘pelí’ con la fórmula del director. Y como tal, funciona. Como la Coca-Cola siendo una marca blanca en un supermercado.

  

Está bien, no es un filme para la posteridad, pero inaugura un nuevo género: el ‘cine-postal’. “Allen nos redujo a un cliché”, dijo sobre la película el escritor catalán Jordi Soler. Pero preguntó: ¿qué ciudad no lo es? A Soler le diría que hay que dejar a un lado esa hipocondría barcelonista, pues otras películas ya trabajaron ese “cliché”. Lo hicieron con menos presupuesto, menos historia y más argumento trillado. Como pasó con Una casa de locos (2002), que trata sobre la vida de un estudiante Erasmus, sus compañeros de piso y las aventuras que viven en un año de estadía. Más lugar común no podía ser. Está bien, algo similar a las dos amigas gringas, buscando emoción en el verano ibérico, pero con la firma de Allen.

Volviendo a la estatua, y es que nos hemos alejado porque no pasaba nada con ella y sigue más sola que nunca… con las manos en los bolsillos, protegiéndose del frío otoñal. Sola y con muchas dudas.

Aprovechamos este momento para oír la opinión de nuestro paparazzi, quién también ya vio la ‘peli’ y es una voz, desde la multitud, para decir lo que piensa: “a mi parecer -dice Fabián Álvarez Motato, el fotógrafo de la estatua- de pronto es la película más insignificante de todas las que ha rodado, siendo un gran fan de Woody. Las bromas no me parecieron brillantes ni graciosas, con drama vaselino, su trasfondo se sustenta en la obviedad y la visión de los personajes es banal. Lo contrario en el Londres de Match Point o la Venecia de Todos dicen I Love You (1996), saliendo dignificadas; la Barsa de Vicky, Cristina……no es más que una vitrina postal de una comedia menor”. Si usted ya la vio, ¿qué puede decir? ¿Qué puede escribir?

 

¿Se equivocó Allen? ¿Dio un paso en falso en su carrera? ¿Ya hizo lo que tenía que hacer y más no se le puede pedir? ¿Dejará a Soon Yi por alguna hija que adopten? Estas preguntas, tipo serie de la TV gringa de los años 70, quizás no tengan respuestas. Pero a manera de ellas quedan dos imágenes:

La de un rictus en su cara, claro está, la de la estatua, más triste que de costumbre. Hay quienes dicen que ha cambiado desde que la inauguraron en mayo de 2003. Y ahora denota un cambio en el estado de ánimo. Es que, con lo que se ve en el cine, hasta las estatuas se deprimen.

Y otra última, en forma de comentario visual, la de un ácido crítico que quizás, también ya vio Vicky Cristina Barcelona… y quiso, a su manera, dejarnos ver su pensar. Nada más.

 ¿Quién dijo que los perros no podían opinar?